El fuego se apagó en la hoja de Riven, dejando tras de sí solo brasas y el eco del combate. El aire olía a cenizas y azufre, pero algo más se filtró en sus sentidos: un olor metálico y penetrante. Sangre.
—No estamos solos —dijo en voz baja, girando lentamente.
La bestia que lo había acompañado gruñó y alzó la cabeza, olisqueando el aire.
—Nos observan —afirmó—. Y no son humanos.
Riven entrecerró los ojos. Sabía que la sombra no era la única amenaza en este bosque. Su instinto, afinado por años de cacería, le gritaba que algo más lo acechaba. Se movió despacio, con la mano en la empuñadura de su espada, y sus pasos lo guiaron hasta un claro donde el suelo estaba cubierto de símbolos grabados en la tierra.
—Magia de rastreo —murmuró, agachándose para inspeccionar las marcas—. Alguien sabía que vendría aquí.
Un crujido en la maleza hizo que alzara la vista. Ojos brillantes lo observaban desde la oscuridad. No uno, ni dos. Decenas.
—Nos rodearon —dijo la bestia, retrocediendo con los colmillos al descubierto.
Riven se puso de pie, el pulso calmado a pesar de la situación. Sabía lo que venía. Sabía que el combate era inevitable.
—Entonces no los hagamos esperar —dijo, desenvainando su espada con un destello metálico.
La horda emergió de las sombras, y la noche volvió a teñirse de sangre.
Editado: 21.03.2025