Riven descendió de la montaña en silencio, con la espada aún manchada de la sangre de la criatura. La Hermandad de la Noche partió en otra dirección, llevándose el colgante con la runa maldita. Aunque su trabajo estaba terminado, una sensación de inquietud persistía en su pecho.
El camino de regreso a la aldea estaba envuelto en una niebla densa. Los árboles parecían más altos, sus sombras alargadas como garras que acechaban desde la oscuridad. Riven había aprendido a confiar en sus instintos, y estos le gritaban que no estaba solo.
Se detuvo en seco. Un crujido sutil resonó entre los matorrales. Su mano se deslizó hasta la empuñadura de su espada.
—Sal —ordenó, su voz firme.
Por un momento, el bosque guardó silencio. Luego, una figura emergió de entre la bruma. Un hombre cubierto por un manto oscuro, con el rostro oculto bajo una capucha. En sus manos sostenía un bastón retorcido, decorado con grabados similares a la runa hallada en la bestia.
—Has matado a una creación invaluable —dijo con voz pausada, sin rastro de emoción.
Riven desenfundó su espada.
—No lo suficiente si sigues en pie.
El hombre soltó una risa baja y levantó el bastón. Un aura oscura empezó a emanar de él, distorsionando el aire a su alrededor.
—Entonces probemos tu acero contra mi hechicería.
Antes de que Riven pudiera moverse, la sombra se abalanzó sobre él.
Editado: 21.03.2025