La espada de Riven atravesó la niebla como si cortara la misma realidad. Un chillido gutural rasgó el aire cuando la hoja encantada encontró carne. El hechicero se tambaleó hacia atrás, llevándose una mano al costado, de donde manaba una sustancia oscura y espesa.
—Maldito seas… —gruñó la figura encapuchada, su voz distorsionada por la agonía.
Pero no había tiempo para celebraciones. El hechicero levantó su bastón y golpeó el suelo con furia. La niebla se contrajo y luego explotó en todas direcciones, como si el velo entre mundos se desgarrara. Riven sintió una fuerza invisible arrastrándolo, una presión que amenazaba con despedazarlo desde dentro.
Luchó contra la atracción, clavando la espada en la tierra para mantenerse firme. La oscuridad danzaba a su alrededor, sombras que murmuraban en idiomas olvidados. En el epicentro de aquel caos, el hechicero sonreía, aunque su cuerpo temblaba por la herida que Riven le había infligido.
—No puedes detener lo inevitable, cazador. Ya está hecho…
Entonces, con un último aliento, el conjurador se desvaneció en la bruma, su cuerpo disolviéndose como si jamás hubiera estado ahí. Pero algo quedó en su lugar. Un símbolo brilló en el suelo, palpitando con energía residual.
Riven no necesitaba ser un sabio para entender lo que significaba: esto no había terminado.
Apretó los dientes y guardó su espada. La cacería aún no había acabado, y lo que venía después sería peor que cualquier monstruo que hubiera enfrentado antes.
Editado: 21.03.2025