Durante la noche del sábado 29/11 hicieron una charla familiar que involucraba las acciones de Celeste. La familia veía cómo poco a poco esa unión se iba deteriorando, tanto que incluso pequeñas actitudes derribaban todo un muro. Se sentaron en la mesa y conversaron largo rato, intentando entender lo que estaba sucediendo.
No siempre había sido así. Antes de que todo cayera en picada, había amor, confianza, ayuda y colaboración. (Quizás tú que estás leyendo esto pienses: ¿por qué siempre la culpa es de Celeste? Déjame explicarte: no siempre fue de esa manera. Ella era alguien llena de amor, llena de Dios, rebosaba de felicidad. Pero algo cambió… y los dejo a tu criterio descubrirlo).
Ese sábado terminó con miradas incómodas. Adrián prefirió pasar unas horas con su hermana, buscando al menos una sonrisa, un momento de alivio.
La madrugada del domingo fue un tormento. Todos descansaban, menos Adrián, que solo daba vueltas sin poder dormir. Sus dolores eran tan insoportables que decidió no ir a la iglesia. No porque no quisiera, sino porque ni siquiera su bastón lograba sostenerlo en pie. (Quizás te preguntes: ¿por qué tanto dolor? Imagina un leve dolor de cabeza que te obliga a tomar una pastilla. Ahora multiplícalo por mil. Así eran sus dolores. Saca tus propias conclusiones).
Ese domingo comenzó mal. Adrián se levantó angustiado, con la mente a mil, deseando que el día terminara. Aun así, se levantó, calentó agua y buscó algo caliente para aliviarse. Celeste, mientras tanto, abrió la Biblia y pensaba cómo romper el silencio que los alejaba. “Señor, ¿qué debo hacer? Dame sabiduría, guíame, muéstrame qué está mal…”
Solo Adrián y Dios sabían lo que pasaba en medio de esos dolores. Ella intentaba hablarle, pero él respondía con frialdad. Celeste propuso buscar un devocional para leer juntos.
—¿De qué? —preguntó Adrián.
—Para que estemos bien, para que leamos juntos.
—Hace lo que quieras, me da lo mismo…
Celeste encontró tres planes y se los comentó. Adrián aceptó sin discutir. Pero cuando ella comenzó a leer, él le preguntó:
—¿Oraste?
—No, creo que tenía que orar, ¿no?
—Déjalo así, ya está, lee nomás.
Ella leyó con voz apagada, angustiada. Adrián escuchaba, pero cada vez más distante. No era solo por la oración, era porque estaba mal consigo mismo. Quería que el día terminara, cerrar los ojos y no despertar. Se sentía preso de sus emociones, marcado por el sufrimiento desde niño, en la adolescencia, y ahora también en su matrimonio.
(No siempre la vida es fácil. Quizás tú también estés pasando por algo similar, marcado por tu pasado o tu presente. Quizás pienses que todo te va mal, pero eso no significa que el final esté cerca. Son procesos que Dios permite para que sepas en qué debes mejorar y veas su mano en ti).
Y mientras Adrián sonreía para disimular su dolor, por dentro se ahogaba en silencio… sin saber que lo peor aún estaba por llegar.