La mañana del domingo amaneció áspera, cargada de silencios y reproches invisibles. Adrián sentía que todo se derrumbaba, que la única salida era dejarlo todo atrás. Celeste, en cambio, buscaba en su interior alguna forma de reparar lo que se estaba quebrando. Dos miradas distintas, dos corazones heridos, dos orgullos que chocaban sin tregua.
El día avanzaba sin palabras, sin gestos, sin miradas. La tensión se palpaba como un aire pesado que nadie quería respirar. Cada reproche de ella era un golpe para él, cada actitud de él era un reproche para ella. Ambos estaban atrapados en un círculo vicioso. ¿Realmente eran cristianos? ¿Realmente estaban siguiendo a Dios?
En medio de esa tormenta, apareció Robert, el amigo que Adrián consideraba un hermano.
—¿Querés venir a pasar un rato conmigo? —le dijo con naturalidad.
Adrián aceptó sin dudar. Robert siempre estaba ahí, en cada problema, en cada herida. Y mientras él lo acompañaba, Dios comenzaba a moverse en silencio, como un estratega invisible en medio de una guerra.
En la casa, Sahara y Gabriel, los padres de Adrián, preparaban un almuerzo familiar. Emilia y Celeste compartían la mesa, entre lecturas y charlas. Cuando Adrián y Robert regresaron de los mandados, el ambiente había cambiado. No había rencores ni tensiones, sino risas, recuerdos y un calor que parecía venir de lo alto.
Adrián miró a Celeste con firmeza y ternura. “Esa sonrisa fue lo que me enamoró de vos. Esos ojos, llenos de dificultades pero también de amor. Siempre le doy gracias a Dios por este matrimonio. Así estemos mal, lo sigo haciendo. Te amo, aunque lo demuestre de mala manera. No me enseñaron a amar a una mujer, pero lo aprendo día a día con vos a mi lado, amor mío.”
La sobremesa se llenó de anécdotas. Robert y Gabriel recordaban películas antiguas, mientras Sahara, Adrián y Emilia se divertían con gestos y bromas. Celeste observaba en silencio, con una mirada pensativa. “Qué feliz es este entorno… Dios, gracias por esta familia. Sé que tengo dificultades para acercarme a ellos. Necesito tu ayuda para cambiar, quiero ser una mejor versión para mi marido y mi familia. Perdón por mi falta de amor. Te lo suplico, ayúdame.”
La tarde se extendió hasta que la merienda se perdió en el tiempo. Los padres de Adrián se retiraron a ver una película, y el resto quedó compartiendo recuerdos. Cuando Robert se preparaba para irse, Dios comenzó a trabajar con más fuerza, silenciosamente.
Gabriel propuso una charla para ayudar a Adrián y Celeste. El ambiente se volvió incómodo, el silencio pesaba. Decidieron trasladarse a la mesa mientras la cena se preparaba. Celeste reaccionó con dureza al inicio, mientras Adrián contenía su impulso de explotar. No quería repetir viejas escenas.
La conversación fue tomando forma. Entre idas y vueltas, Celeste, con lágrimas en los ojos, comenzó a hablar. Su voz quebrada llenó la habitación.
—Estoy cansada de ser esta versión fea para mi matrimonio. Sé que hice muchas cosas mal y vuelvo a pedir disculpas. Te pido perdón, Adrián, por mi reacción áspera. No quería contestarte de esa manera. También les pido disculpas a todos ustedes… Gabriel, Sahara, Emilia.
El silencio se rompió. En la mesa apareció primero el perdón, luego la confianza, el amor, la incertidumbre… y una esperanza que empezaba a nacer.