Los días se tornaron oscuros para Adriana. A medida que su relación con Derek se profundizaba, la presión de su padre se hacía más palpable. Los comentarios de su padre sobre Alejandro Montemayor comenzaron a convertirse en exigencias, y cada vez que Adriana entraba a casa, se sentía como si estuviera cruzando las puertas de una prisión.
Una tarde, después de un largo día en la universidad, Adriana regresó a casa con el corazón pesado. En el camino, su mente no dejaba de pensar en Derek, en la dulzura de sus miradas y en cómo sus besos la hacían sentir viva. Pero también estaba el miedo creciente de lo que su padre podría hacer si se enteraba de su relación.
Al abrir la puerta de su hogar, el silencio la envolvió. Su madre no estaba en la sala, y el eco de sus propios pasos resonaba ominosamente en el pasillo. La sensación de que algo andaba mal se instaló en su pecho, pero no tuvo tiempo de pensar en ello.
Su padre apareció de repente, su figura imponente llenando el marco de la puerta. Su expresión era oscura, como si las nubes de una tormenta estuvieran a punto de estallar.
—Adriana, ¿dónde has estado? —demandó con un tono que la hizo temblar.
—Fui a la universidad, papá. —Su voz sonaba más débil de lo que quería.
—No me mientas. Sé que estuviste con ese chico, Derek. Estoy harto de tus travesuras. ¡Es un perdedor! No es la clase de persona con la que deberías estar.
El corazón de Adriana se hundió. Había estado tratando de mantener su relación en secreto, pero parecía que su padre tenía una visión sobrenatural para detectar cualquier atisbo de felicidad en su vida.
—Papá, por favor, solo es un amigo. —Intentó mantener la calma, pero su voz temblaba.
El rostro de su padre se tornó feroz. —¿Amigo? No voy a permitir que un chico sin futuro arruine la vida que he trabajado para darte. Tienes un destino que cumplir, y no puedes estar desperdiciando tu tiempo en tonterías.
—No son tonterías —se atrevió a replicar—. Me gusta Derek. Él me hace feliz.
El estallido de su padre fue inmediato. Sin previo aviso, levantó la mano y la golpeó. La fuerza del impacto la hizo caer al suelo, su rostro ardiendo por el dolor y la incredulidad.
—¡No vuelvas a hablarme de él! —gritó, su voz resonando en la casa. —No soy tu enemigo, pero sí tu padre, y lo que digo se hace.
Adriana sintió lágrimas quemándole los ojos, pero no iba a llorar delante de él. Con cada palabra, el miedo la invadía más, pero también la determinación. No podía seguir permitiendo que su padre controlara su vida de esa manera.
Con esfuerzo, se levantó del suelo, su cuerpo temblando de ira y miedo. En ese momento, una chispa de rebeldía encendió su corazón.
—No voy a casarme con Alejandro —declaró con firmeza—. No quiero esa vida. Quiero vivir por mí misma, por lo que siento, no por lo que tú quieres.
El rostro de su padre se contorsionó de rabia. —Eres solo una niña que no sabe lo que dice. Te daré tiempo para que pienses. Pero no te engañes, voy a hacer lo que sea necesario para asegurarme de que estés con alguien que merezca tu tiempo.
Adriana salió corriendo de la casa, su corazón palpitando con fuerza. Necesitaba escapar, huir de la violencia y el control. Corrió al parque
Adriana llegó al parque con la respiración entrecortada, su corazón todavía latiendo con fuerza por el encuentro con su padre. Sentía la marca en su rostro, el dolor palpitante que solo era una fracción del dolor emocional que la invadía.
Se sentó en una banca, sintiendo cómo las lágrimas comenzaban a deslizarse por sus mejillas.
Mientras contemplaba el horizonte, perdida en sus pensamientos, una voz familiar interrumpió su ensimismamiento.
—Adriana, cariño, ¿estás bien?
Era su madre, Lucía, quien la encontró en el parque, preocupada por su ausencia en casa. Adriana se sorprendió y trató de esbozar una sonrisa, pero su corazón se encogió al pensar en cómo ocultar lo que había ocurrido.
—Mamá, estoy bien. Solo necesitaba un poco de aire fresco.
Lucía se sentó a su lado, su rostro reflejaba preocupación. —No me engañes, mi niña. Te he conocido toda tu vida. Te veo en tus ojos que algo no está bien. ¿Hay algo que quieras contarme?
Adriana se sintió atrapada entre la verdad y la necesidad de proteger a su madre del dolor. No quería que Lucía se preocupara más de lo que ya lo hacía. Sin embargo, sabía que no podía ocultarle lo que realmente estaba sintiendo.
—Es solo... el estrés de la universidad —dijo, tratando de sonar convincente—. A veces es abrumador.
Lucía asintió, pero la mirada en sus ojos decía que no se lo creía del todo. —Sabes que siempre puedes hablar conmigo. Tu padre y yo queremos lo mejor para ti. A veces, cuando uno está bajo mucha presión, puede sentirse un poco perdido.
Adriana sintió un nudo en el estómago. ¿Debería contarle lo que sucedió? Pero no podía. El miedo a las repercusiones la paralizaba.
—Lo sé, mamá. Realmente aprecio que estés aquí. —Tomó la mano de su madre, intentando transmitirle calma.
—¿Has visto a Derek últimamente? —preguntó Lucía, con un brillo en sus ojos.
El corazón de Adriana se aceleró al escuchar su nombre. Derek siempre había sido un tema delicado en casa, y el hecho de que su madre lo mencionara ahora hizo que su pulso se acelerara.
—Sí, hemos estado... pasando tiempo juntos —respondió, evitando dar más detalles.
Lucía sonrió, pero su expresión se tornó seria rápidamente. —Adriana, quiero que sepas que lo que sientas por él es válido. Pero también debes ser cautelosa. Tu padre tiene ideas muy firmes sobre lo que considera apropiado.