El sol apenas había comenzado a asomar en el horizonte cuando Adriana se despertó con un ligero dolor en su rostro. Aún podía sentir el leve ardor en su labio, recordándole la última discusión con su padre. El golpe que había recibido no solo la lastimó físicamente, sino que también dejó una herida en su corazón.
Su madre, Lucía, entró suavemente en su habitación, como si no quisiera perturbar el delicado equilibrio de tranquilidad que Adriana había conseguido mantener en los últimos días.
—Cariño, ¿cómo te sientes hoy? —preguntó su madre, acariciando su cabello con ternura.
—Mejor, mamá. Gracias —respondió Adriana con una débil sonrisa, tratando de esconder su dolor.
Lucía suspiró, observando el rostro de su hija con preocupación. Sabía que Adriana estaba sufriendo, pero había aprendido a vivir en silencio, a no decir nada que pudiera hacer que la situación empeorara. Quería protegerla, pero también sabía que su esposo era implacable.
—Voy a preparar el desayuno. ¿Te importaría ir a comprar el pan? Necesito que me ayudes con algo sencillo —dijo Lucía, intentando distraerla y darle un poco de aire fresco.
Adriana asintió, sabiendo que no podía seguir escondiéndose en su habitación para siempre. El mundo exterior seguía ahí, y debía enfrentarlo tarde o temprano. Se levantó con lentitud y fue al baño a lavarse la cara. Al mirarse en el espejo, el golpe aún era visible en su labio roto, pero ya no tan inflamado. Respiró hondo, intentando calmarse.
—Vuelvo en unos minutos, mamá —dijo, saliendo de la casa con una bufanda ligera cubriendo parte de su rostro. No quería que nadie notara lo que le había pasado.
Caminaba con paso rápido por las calles del barrio, deseando regresar cuanto antes. Cada paso la hacía sentir vulnerable, expuesta a las miradas de los vecinos que podían estar observándola. Lo que menos deseaba era que alguien hiciera preguntas.
Pero, justo al llegar a la esquina cerca de la panadería, su corazón dio un vuelco.
Frente a ella, apoyado contra su coche, estaba Derek. No se había ido.
Adriana se detuvo en seco, incapaz de moverse, sintiendo cómo el calor subía por su rostro. La bufanda que llevaba no era suficiente para ocultar su herida.
Los ojos de Derek se fijaron inmediatamente en su rostro, y pudo ver cómo su expresión cambiaba de sorpresa a preocupación en un segundo. El dolor y la preocupación se reflejaban en su mirada, algo que Adriana no podía soportar.
—Adriana… —Derek dio un paso hacia ella, su voz suave, pero llena de angustia—. ¿Qué te pasó?
El corazón de Adriana latía con fuerza, queriendo desaparecer en ese momento. No quería que él la viera así, no quería que supiera lo que estaba sucediendo en su vida. Su instinto fue alejarse, huir de la situación.
—Derek, por favor, vete —dijo rápidamente, su voz tensa y temblorosa—. No deberías estar aquí. Mis vecinos podrían verte.
Derek frunció el ceño, ignorando sus palabras y acercándose más. Sus ojos no dejaban de recorrer su rostro, buscando respuestas en las heridas que trataba de esconder.
—No me importa si los vecinos me ven, Adriana. Lo que me importa es que estás herida. ¿Quién te hizo esto? —preguntó, su voz cargada de una mezcla de preocupación y furia contenida.
Adriana tragó saliva, luchando contra el nudo que se formaba en su garganta. No quería llorar frente a él, no quería mostrarse débil. Pero el peso de todo lo que estaba pasando la oprimía, y sentía que se estaba derrumbando poco a poco.
—No es lo que piensas… —murmuró, apartando la mirada, su cuerpo tenso mientras retrocedía unos pasos—. Estoy bien. Solo fue un accidente.
Derek no creyó ni por un segundo en su mentira. Lo conocía lo suficiente como para saber que algo estaba mal, muy mal. El solo pensamiento de que alguien le hubiera hecho daño lo llenaba de rabia, pero al mismo tiempo, de impotencia.
—No me mientas, Adriana. Sabes que no te creo —dijo con firmeza, pero manteniendo un tono suave—. ¿Qué está pasando? ¿Es tu familia? ¿Tu padre?
Adriana sintió que el suelo desaparecía bajo sus pies al oír esa pregunta. No podía responder, no podía admitirlo. El miedo a las repercusiones, a lo que podría suceder si Derek supiera la verdad, la paralizaba.
—Derek, por favor —insistió, sus ojos comenzando a llenarse de lágrimas—. No quiero hablar de esto. Solo… solo vete. Te lo pido. No quiero que te metas en esto. No puedes ayudarme.
La desesperación en su voz rompió el corazón de Derek. Sabía que ella estaba tratando de alejarlo por miedo, pero no podía quedarse al margen.
—No te voy a dejar sola en esto —respondió, dando un paso más cerca de ella—. No sé qué está pasando, pero no tienes que enfrentarlo sola. No me iré hasta que me lo digas.
Adriana negó con la cabeza rápidamente, retrocediendo otra vez. No podía permitir que Derek se involucrara. Si su padre se enteraba de que estaba cerca de él, las cosas solo empeorarían.
—No entiendes —dijo, su voz quebrándose—. Esto es más complicado de lo que piensas. Solo vete, por favor. Te lo ruego.
Derek la miró con los ojos llenos de dolor y frustración. Quería protegerla, pero también sabía que no podía obligarla a hablar. Sin embargo, no podía simplemente darse la vuelta y fingir que todo estaba bien.
—Está bien… —murmuró finalmente, con un suspiro derrotado—. Me iré, pero no porque quiera. Lo haré porque te respeto. Pero prométeme que me llamarás si necesitas algo. Lo que sea. No quiero perderte.
Adriana asintió lentamente, las lágrimas resbalando por sus mejillas. Verlo alejarse la rompía por dentro, pero sabía que era lo mejor para ambos. No podía arriesgarse a que Derek fuera una víctima más del control de su padre.