El precio de quedarse

Prólogo: La partida

Cinco años y ocho meses atrás

El ecógrafo mostraba una mancha gris que latía con terquedad. Un corazón diminuto. Veintidós semanas. Valentina sintió el suyo acelerarse, pero no de alegría. De puro terror.

—Hay algo más —dijo el médico, cambiando el tono de su voz. La pantalla cambió a otras imágenes, sombras más oscuras, formas siniestras—. Aquí, en el páncreas. Necesitamos más pruebas, pero… no tiene buen aspecto.

El diagnóstico llegó tres días después, como un golpe bajo: Cáncer de páncreas. Estadio III, rozando el IV. Agresivo.

—El tratamiento estándar es quimioterapia agresiva de inmediato —dijo la oncóloga, la Dra. Ruiz, con ojos llenos de una compasión práctica—. Con el embarazo… es complejo. Podríamos intentar un protocolo menos tóxico en el segundo trimestre, pero la efectividad baja. O…

—O interrumpir —completó Valentina en voz baja, las manos sobre su vientre.

La doctora asintió, lentamente. —Es lo que recomendaría la mayoría del comité. Para darte la mejor oportunidad.

Santiago estaba en casa, pintando la habitación del bebé de amarillo suave. Tarareaba una tonada desafinada. Ella podía verlo desde la ventana de la consulta, su silueta moviéndose tras los cristales, lleno de un futuro que ya se les estaba desmoronando.

Él elegiría al bebé, pensó Valentina con una certeza instantánea y devastadora. O me convencería de que lo eligiéramos juntos. Me diría que tenemos tiempo, que podemos intentar otro después. Me amaría hasta la muerte, pero elegiría esta vida.

Y ella… ella ya había elegido.

Había elegido en el mismo instante en que vio ese corazón latir en la pantalla.

No. No habría negociación.

—Quiero continuar con el embarazo —dijo, su voz más firme de lo que se sentía—. Sin tratamientos que puedan dañarlo. Después del parto, haremos lo que haya que hacer.

—Señora Moreno, el pronóstico empeora cada día que esperamos. Podría no haber un ‘después’ para usted.

—Entonces que no lo haya.

La decisión estaba tomada. Pero había otra, más tortuosa: callar.

Decírselo a Santiago sería entregarle una carga imposible: el dilema entre su esposa y su hija. Sería ponerlo en la posición de tener que persuadirla, angustiarse, quizás incluso resentirla por elegir al bebé. O peor: verlo sacrificar su propia moral para apoyarla, mientras la veía deteriorarse día a día.

No. Él no cargará con esto.

Así que tejió una mentira. Una mentira simple y monstruosa.

—Es anemia severa —le dijo esa noche, apoyada en el marco de la puerta de la habitación del bebé—. Por el embarazo. Me van a poner unos suplementos intravenosos, necesitaré descansar mucho. Quizás incluso ir a un centro especializado unas semanas.

Santiago, con manchas de pintura amarilla en la mejilla, la abrazó. —Lo que necesites, mi amor. Yo me encargo de todo.

Y ella, enterrada en ese abrazo que olía a pintura y a él, sintió cómo se partía en dos.

Los meses siguientes fueron una doble vida. Fingía náuseas normales del embarazo cuando en realidad eran los efectos del cáncer avanzando. Escondía las manchas de sangre en el lavamanos. Programaba "citas con el nutriólogo" que en realidad eran visitas a la Dra. Ruiz para monitorear el crecimiento implacable del tumor.

El parto fue una batalla. Luciana nació pequeña pero fuerte, con un llanto que sonó a victoria. Valentina la sostuvo contra su pecho, oliendo su cabeza, memorizando cada línea de su cara. Esto valió todo, pensó. Tú vales todo.

Dos días después, en la misma habitación del hospital donde ahora Santiago dormía agotado en el sofá, con Luciana en su cuna transparente, Valentina escribió la nota.

Ya no podía esperar más. El dolor era una bestia constante. La Dra. Ruiz había sido clara: "Si empezamos ahora, hay una posibilidad remota. Muy remota. Pero si esperas otra semana más, ni siquiera eso."

La nota fue breve, deliberadamente ambigua, para no delatarse:

"Santiago, tengo que irme. No me busques. Es por tu bien y el de Luciana. Cuídala como solo tú sabes hacerlo. Te amo más de lo que las palabras pueden decir. - V"

Dejó los anillos. Un símbolo de renuncia a un futuro que ya no le pertenecía.

Se inclinó sobre la cuna. Besó a Luciana en la frente, una vez, suave como el aleteo de un fantasma. —Te amo, mi niña. Siempre.

Luego miró a Santiago, su esposo, el hombre al que le había robado la verdad para protegerlo. No lo tocó. Un solo roce y su determinación se haría añicos.

Tomó su mochila—con lo poco que había podido preparar en secreto—y salió al pasillo desierto del hospital.

La Dra. Ruiz la esperaba junto a la salida de emergencia. —¿Estás segura?

Valentina asintió, sin mirar atrás. —Es la única manera. Si vivo… algún día les daré una explicación. Si muero… al menos Luciana está aquí. Y Santiago no habrá tenido que verme decaer.

La puerta se cerró tras ella, el sonido definitivo de un capítulo que terminaba.

No se fue solo para luchar. Se fue porque había mentido demasiado bien, y la verdad ya no tenía cabida en la vida que dejaba atrás. Se fue porque, en su mente, había elegido ser la villana de su propia historia para que ellos pudieran ser los héroes de la suya.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.