El precio del barro

Capítulo 13. "Zona cero"

València. 31 d’octubre, 07:52 h

La ministra Maite Pérez bajó del todoterreno blindado frente al Centro de Coordinación de Emergencias en l’Eliana. El aire olía a gasoil, barro caliente y desesperación contenida. Vestía vaqueros, botas militares, y una chaqueta impermeable sin logos. No quería símbolos, solo acción.

Miquel y Clara la esperaban junto a una columna de la Guardia Civil, recién llegada de Cuenca. Detrás, un grupo de voluntarios de Almería organizaba la entrega de sacos de dormir. Un mosso de Lleida coordinaba con bomberos llegados de Ciudad Real. Todos actuaban bajo la misma premisa: “Nadie más debe morir.”

—¿Lo tenéis todo? —preguntó la ministra sin protocolo.

—Todo lo que hemos podido reconstruir —respondió Clara—. Pero hay un silencio institucional tan denso que nos asfixia.

Maite asintió. Subieron a una furgoneta sin distintivos, con matrícula provisional. El destino: la zona cero.

Catarroja. 08:34 h

Un barrio entero seguía anegado. Desde una azotea, se divisaban coches superpuestos como piezas de un dominó roto. La línea del tranvía parecía una herida hundida en el asfalto. No habia carreteras solo sendas llenas de barro, camiones militares iban y venian.

Una mujer lloraba sentada en un bordillo.

—Se llamaba Jordi. Mi hijo. Estaba en el garaje. Quiso mover el coche. Y ya no volvió.

Miquel la escuchó sin palabras. La ministra se agachó y la abrazó.

—Vamos a saber qué falló. Se lo prometo.

La mujer miraba al suelo, se tapó la cara con las manos y siguió llorando.

Una promesa inútil ante la magnitud del dolor. Pero necesaria.

Alfafar. 10:03 h

En una nave industrial reconvertida en centro logístico, una estudiante de Medicina de Vigo organizaba antibióticos y vendas junto a un exmilitar valenciano y dos jubiladas del barrio de Gràcia.

—Nos conocimos por WhatsApp —explicó una de ellas—. Vinimos en coche anoche. Nos turnamos al volante. No podíamos quedarnos viendo la tele.

Una cadena humana pasaba botellas de agua desde un camión. Clara fotografiaba. Miquel tomaba notas. Maite preguntaba nombres. No quería estadísticas, quería historias.

Benetússer. 11:41 h

Allí fue donde el agua arrastró a siete personas por una rampa subterránea. Seis cuerpos habían sido ya identificados. Una madre seguía buscando a su hija.

—Llevaba un impermeable amarillo —decía—. La última vez la vi en la panadería.

Un guardia forestal llegado desde Soria intentaba calmarla. “Si está viva, la encontraremos.” La mentira piadosa que se dice cuando ya no queda nada más que sostenga a alguien en pie. La esperanza como juego mental para las personas que esán al borde del colapso.

La ministra tomó la mano de la madre. “No dejaremos de buscar.”

València. Antiguo cauce del Túria. 13:20 h

Las cámaras de À Punt captaron el momento. Un reportero narraba cómo los troncos arrastrados por el Forat colapsaron el Pont del Real. La imagen, sin sonido, era aún más poderosa: solo agua y ruina.

Clara recibió una alerta en su móvil. La abrió. Se volvió hacia Miquel y le susurró:

—Ya hay 211 muertos confirmados. Y no han contado a los desaparecidos.

Miquel cerró los ojos. No era solo una cifra. Eran vecinos, amigos, rostros con nombre. El silencio del Cecopi ahora sonaba más fuerte que todos los truenos de la tormenta.

Torrent. 15:03 h

Volvieron brevemente al punto donde todo empezó para Miquel. La calle Mayor seguía cubierta de barro y decenas de voluntarios, especialmente jovenes, hacian fila empujando el fango hasta una retroescavadora. Un grupo de adolescentes en la otra punta de la calle, recogía el lodo con cubos de playa y guantes de cocina.

—No nos fiamos de que nadie lo limpie por nosotros —dijo uno de ellos—. Este país somos nosotros, no ellos.

Maite los miró con lágrimas contenidas.

—Sois lo mejor de España.

Una anciana les ofreció horchata caliente.

—Açò és més fort que l’aigua, —dijo—. Açò és esperança.

València. Delegación del Gobierno. 18:17 h

Reunión de crisis. La sala de conferencias estaba llena de mapas, listados de víctimas, recursos disponibles y puntos negros. La ministra se encerró con su equipo más cercano.

Clara y Miquel quedaron fuera. Pero no desconectados.

A las 18:46, un funcionario salió discretamente y les entregó un USB.

—Lo ha dejado alguien del gabinete de Canós. Me dijo: "Esto puede hundirlo. O salvarlo. Depende de a quién se lo des."

Miquel miró a Clara. No hizo falta decir nada. Se marcharon a revisar el contenido.

Torrent. Casa de la mare. 20:09 h

La madre de Miquel vió con cierta sorpresa como MIquel llegaba con visita. Y no era Lucia sino una chica desconocida y con pinta de reportera, pero no estaban los tiempos para ir con preguntas y tras un breve saludo les dejo solos.

Sobre la mesa del comedor, Clara conectó el portátil. El vídeo se abrió.

Era del 28 de octubre. Una reunión en la sede del Consell. Canós, varios consellers, técnicos. Se oía con claridad:

—No alarmemos antes de tiempo. Si activamos el nivel 2 sin que pase nada, nos caerán encima los medios. Esperamos.

—¿Y si pasa? —pregunta alguien.

—Pues que pase. Ya saldremos con el argumentario.

Miquel se tapó la boca. Clara se quedó inmóvil.

—Esto lo cambia todo.

Miquel apretó los dientes.

—No. Esto revela lo que ya sabíamos. La prioridad no era la gente. Era el relato.

València. 21:33 h

La ministra recibió el vídeo. Lo vio tres veces. Luego llamó al presidente del Gobierno.

—Pablo, tenemos pruebas. Y son contundetes. Si lo hacemos público puede ser el principio o el fin de algo gordo.

La respuesta fue un silencio denso. Luego, un suspiro:




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