Priya sostuvo la mirada de su padre, sintiendo por primera vez que el miedo ya no tenía cabida en su corazón. Vikram Chaudhary, el hombre que siempre había creído invencible, ahora se veía disminuido frente a ella. Su imperio se desmoronaba y, con él, la imagen de poder absoluto que había construido durante décadas.
—Aún puedes detener esto —dijo Vikram, su voz baja, pero firme—. Renuncia a esta locura, Priya. Vuelve a casa.
Priya dejó escapar una risa amarga.
—¿Casa? —repitió—. Ya no existe. Lo quemaste todo.
Él apretó los puños, pero no replicó. Sabía que tenía razón.
—Si sigues por este camino, no habrá marcha atrás —continuó su padre—. Serás una paria, una traidora ante los ojos del mundo al que pertenecías.
—Prefiero ser libre —respondió ella— a ser una sombra en un imperio podrido.
El silencio que siguió fue helado, cargado de la última fractura entre padre e hija. Priya había tomado su decisión, y Vikram lo sabía. Sus ojos se oscurecieron, y por primera vez en su vida, ella creyó ver un destello de respeto en ellos. No era suficiente. Nunca lo sería.
—Adiós, padre —susurró Priya, dándose la vuelta.
No hubo súplicas. No hubo más amenazas. Solo el sonido de sus pasos alejándose, marcando el final de una era.
Cuando salió del palacio, Aditi la estaba esperando en el auto. Priya entró sin decir una palabra, y Aditi no preguntó. No necesitaba hacerlo. En el silencio de la noche, ambas sabían que algo había cambiado para siempre.
El auto arrancó, alejándose de las ruinas de un imperio corrupto.
Priya no miró atrás.