El precio del poder

La reunión

El salón olía a poder y a whisky caro.
Las luces, bajas, bañaban las paredes de mármol mientras hombres con trajes oscuros y miradas frías negociaban silenciosamente.
Valeria entró con paso firme, el vestido negro ajustándose como una segunda piel. Su cabello cobrizo, brillante bajo la luz tenue, destacaba entre tanto gris.
Sabía que él estaría allí.
Había ensayado ese momento cientos de veces: cómo no temblar, cómo mirar sin delatar el odio que hervía en su pecho.

Damián Moretti estaba en el centro de todo.
Alto, imponente, con los ojos grises de un depredador que no necesita levantar la voz para hacerse obedecer.
Cuando sus miradas se cruzaron, Valeria sintió el corazón golpearle el pecho.
No por deseo, aunque su cuerpo la traicionara, sino por rabia.
Ese hombre —ese maldito hombre— había ordenado la muerte de su hermano.

Él, en cambio, no tenía idea de quién era ella.
Solo vio a una mujer con fuego en la mirada y una sonrisa peligrosa, una que parecía conocer todos los secretos del infierno.

—No te había visto antes —dijo Damián, acercándose despacio, con esa calma que usaba antes de devorar a alguien—. ¿De quién sos?

Valeria sostuvo la copa con elegancia.
—De nadie —respondió, con voz firme y un atisbo de burla—. Pero vos… vos sí sos difícil de olvidar.

Él sonrió apenas, curioso.
No sabía que estaba hablando con la mujer que había jurado destruirlo.
Damián la observó con una mezcla de interés y desconfianza. No estaba acostumbrado a que alguien lo mirara así: sin miedo.
Había algo en esa mujer… algo que no cuadraba con el resto de los rostros vacíos que lo rodeaban.

—Difícil de olvidar —repitió él, con una media sonrisa—. ¿Y eso debería halagarme o preocuparme?

Valeria lo miró directamente a los ojos, tan cerca que pudo percibir el aroma a cuero y humo que lo envolvía.
—Depende —susurró—. ¿Tenés algo de qué preocuparte?

El silencio entre ambos era un arma cargada.
Alrededor, el ruido de copas y murmullos se desvanecía como si el mundo se achicara hasta quedar solo ellos dos.

Damián dio un paso más cerca, bajando la voz:
—Todos tenemos algo que esconder. Pero vos… parecés una mujer con demasiadas respuestas para alguien que acabo de conocer.

Valeria sonrió, fría y calculada.
Tenía el impulso de clavarle el cuchillo que llevaba en la liga de la pierna, justo ahí, en medio del pecho. Pero no. Aún no.
Primero quería verlo caer.
Quería que sintiera lo que ella sintió cuando su hermano murió.

—Tal vez solo soy buena observando —dijo con aparente calma—. O tal vez ya escuché hablar de vos, Moretti.

Él arqueó una ceja, divertido.
—¿Y qué te contaron?

—Que no hay que confiar en vos —respondió sin pestañear.

Damián soltó una breve carcajada.
—Entonces alguien te informó bien.

Pero su risa no alcanzó a tapar la intriga que lo carcomía por dentro.
No sabía quién era ella, pero algo en su tono, en esa mirada café que lo desafiaba sin temblar, le resultaba peligroso. Familiar, incluso.
Como si su presencia trajera consigo una historia que él no recordaba, pero que lo estaba esperando en la oscuridad.

Valeria lo sostuvo con la mirada un instante más, y luego se apartó, dejando su copa sobre la mesa.
—Fue un placer, señor Moretti —murmuró—. Estoy segura de que volveremos a vernos.

Damián la siguió con la vista mientras se alejaba.
No lo sabía, pero acababa de invitar al infierno a su propia mesa.




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