Jamás pensé que Liam iba a reunirse con mi jefe, esa reunión no la tenía agendada, verlo a él después de tanto tiempo en medio de mi espacio de trabajo fue impactante, saber que ni siquiera me odia fue peor, porque la indiferencia con la que me trató me dio por sentando que el... el ya me había dejado de amar y no lo culpo, no después de como lo traté.
Pensar que un simple instante desgarró tantas costuras de mi alma que creí después de 4 años sana, tantas noches en vela, de tanto acostumbrarme a la rutina de sobrevivir, pensaba que había aprendido a vivir sin él, que podía mirarlo de frente y no sentir nada más que un lindo recuerdo, pero estaba muy equivocada, el seguía en cada partícula de mi ser.
El momento en que lo vi sentado sobre la silla de cuero negra en la sala de juntas, con esa imponente presencia que siempre había tenido, fue como si el mundo se detuviera y al mismo tiempo se derrumbara sobre mí. Su mirada se alzó con la misma seguridad de siempre y, cuando sus ojos pasaron por encima de los míos, sentí cómo el aire me abandonaba los pulmones.
Quise ser fuerte, quise fingir indiferencia, pero mi corazón me traicionó y mi boca pronunció su nombre, uno al que ya no tenía derecho de decir, al menos no en voz alta. Luego de que el se fue con tanta indiferencia, mi corazón seguia latiendo con una fuerza desbocada, como si intentara escapar de mi pecho.
No hubo sonrisa, no hubo sorpresa, no hubo siquiera un gesto de humanidad en sus facciones. Su mirada se deslizó sobre mí como si yo no existiera, como si fuera un mueble más de aquella oficina. Y en ese segundo entendí lo que realmente significa la palabra frialdad.
Me mató. No con palabras, no con reproches, sino con ese hielo que me ofreció en sus ojos. Un hielo que gritaba que yo ya no era nada para él, que cualquier recuerdo que hubiéramos compartido no tenía peso alguno en su presente.
Y lo merecía.
Lo merecía porque lo había perdido todo el día que cedí al miedo, el día que huí bajo aquellas amenazas que destrozaron mi vida y la de mi familia. Lo merecía porque nunca tuve la oportunidad —o el valor— de explicarle la verdad, de decirle cuánto lo amaba en realidad. Lo merecía porque él creyó que lo traicioné, que lo utilicé, que jugué con su corazón… y yo nunca pude defenderme.
Luego de ese encuentro tuve que reunirme con mi jefe, debiamos entregar un infrome final en menos de 48 horas a Liam, trabajar así, después de todo lo que paso, después de verlo a el...fue una tortura. Apenas podía escuchar lo que me hablaba; las palabras iban y venían sin sentido alguno, mientras yo luchaba por mantenerme erguida, por no permitir que nadie notara el tamborileo de mi corazón.
Salí de la sala de juntas con la cabeza baja, con la garganta seca y un dolor en el pecho que no podía describir. Fue al baño y me heche agua sobre mi cara, para disipar no solo el calor que emanaba de mi cuerpo, si no mis tortuosos pensamientos. Una parte de mi mente y una parte de mí corazón gritaba que debía estar agradecida: había sobrevivido sin él, había logrado mantener a mi madre y a mi hermano a salvo, había aprendido a trabajar hasta el cansancio con tal de cubrir las cuentas. Pero otra parte, la más vulnerable, la que aún guardaba cada recuerdo suyo, me recordaba lo que había perdido: el calor de sus manos, el brillo de su alma, la forma en que solía mirarme como si yo fuera el centro de su universo.
Y esa parte me estaba destrozando.
Finalmente estoy yo aquí, recogiendo mis cosas como si nada en el dia hubiese pasado, como si ver al amor de mi vida tratarme con tanta indiferencia no me hubiese destrozado. Y mientas guardaba todo con premura mis compañeras conversaban sobre lo grandioso que era el nuevo accionista, lo atractivo, lo poderoso y sexy que se veía. Yo fingía escuchar, asentía, pero en realidad mi mente estaba en otro lugar: en el pasado. En esas noches en las que Liam y yo hacíamos el amor y después soñabamos y haciamos planes para un futuro...un futuro que jamás llegó. En las promesas que creímos eternas y que ahora eran cenizas, peor que eso, eran nada.
Intenté repetirme que ya no lo amaba, que había aprendido a enterrarlo en el fondo de mi memoria. Pero al verlo, todo se vino abajo.
Si alguna vez dudé de lo que aún sentía, esa duda desapareció en el instante en que nuestros caminos volvieron a cruzarse. Porque la verdad era devastadoramente clara: aún lo amaba.
Lo amaba con la misma intensidad de antes, con la misma desesperación, con la misma entrega. Y ese amor, lejos de reconfortarme, me aplastaba. Porque él no sentía lo mismo. Porque sus ojos me habían dejado claro que para él yo era una traidora, un error, un recuerdo que prefería borrar.
Lo que más me dolía no era la frialdad en sí, sino la certeza de que yo me la había ganado.
Cuando salí del edificio, el cielo de la tarde estaba teñido de nubes negras que pronto explotarian en un torrencial de agua, como si hasta el clima supiera que hoy era un día gris para mi.
Mi celular vibró en el bolsillo. Era Gianna.
—¿Ya saliste? —preguntó con su voz alegre, como siempre.
—Sí… —respondí, aunque mi tono apagado delató la verdad.
—Perfecto, porque te espero en la cafetería de siempre. Y no acepto un no por respuesta, se que debes trabajar pero debo contarte algo, prometo no demorarme.
No tuve fuerzas para inventar excusas. Quizá, en el fondo, necesitaba verla. Necesitaba alguien que me recordara que aún quedaba un poco de luz en medio de tanta oscuridad.
Cuando llegué, ella ya estaba allí, con su cabello castaño recogido en un moño descuidado y esa sonrisa que siempre parecía un refugio. Apenas me vio, frunció el ceño.
—Sophi, ¿qué pasó? Te noto mal.
Me senté frente a ella, dejé mi bolso a un lado y respiré hondo. No sabía por dónde empezar. No sabía si tenía fuerzas para pronunciar su nombre en voz alta, puse mis codos sobre la mesa y lleve mis manos a los ojos.
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Editado: 17.09.2025