Salí de aquella oficina con el pulso acelerado, como si hubiese corrido una maratón en tiempo record. El aire se me hizo pesado, denso, casi imposible de respirar. Quise mantener el porte frío e indomable que me caracteriza, pero dentro de mí todo era un huracán, verla me removió sentimientos del pasado. Eso era innegable.
Sophia.
Su nombre no salía de mi mente como un eco molesto que quería eliminar, como un recordatorio de lo que alguna vez tuve con ella y lo que después se convirtió en mi mayor tormento. Durante cuatro largos años me repetí que estaba muerto para ella, que no quedaba nada en mi interior salvo odio, rencor y un deseo incontrolable de sacarla para siempre de mi corazón. Y sin embargo, bastó mirarla a los ojos para que todo ese muro se me viniera abajo como una montaña de naipes.
Esos malditos ojos.
No pude ignorar la tristeza profunda que vi en ellos, ni el temblor de su voz, ni las lágrimas que se le escaparon como si fueran demasiado pesadas para contenerlas. Lloró frente a mí, como si de verdad le doliera lo que pasó, como si de verdad me hubiese amado alguna vez, como si de verdad estuviera arrepentida de sus actos. Y esa imagen me golpeó en lo más hondo, porque era la misma mirada que me daba cuando me decía que me amaba.
Caminé por el pasillo al ascensor con pasos firmes y rápidos, aunque dentro de mí todo era un caos. Me repetía que no debía creer, que todo era un truco, una trampa perfectamente diseñada. Ella era una actriz. Siempre lo fue. Una mujer capaz de hacerme creer que era el centro de su universo mientras jugaba a dos vidas, mientras me traicionaba, mientras se reía de mí a mis espaldas. Conmigo era fuego, amorosa, atenta, la mujer perfecta, pero no solo era exclusivo para mi, si no para todo aquel le estuviera dispuesto a dar lo que ella necesitaba.
—No caigas en eso, Liam—me dije en voz baja, como una orden, como un mantra—. No caigas.
El ascensor no llegaba y yo sentía que el aire me faltaba. Golpeé con los nudillos la puerta metálica y el sonido rebotó contra las paredes del vestíbulo. Me vi reflejado en el espejo lateral: ojos endurecidos, mandíbula tensa, respiración cortada. No era yo el que estaba ahí, era un extraño que todavía sufría por una mujer que debería estar muerta para él.
Al fin las puertas se abrieron y entré con brusquedad. Presioné el botón de planta baja y el ascensor comenzó a descender lentamente. El silencio era insoportable. Y en ese silencio, su rostro volvía una y otra vez. Su llanto. Sus labios temblorosos. Esa manera en la que me miró… como antes. Como si todavía me amara.
Cerré los ojos y apreté los dientes.
—Es deseo, nada más —me escupí a mí mismo—. Solo deseo.
Me repetí que no había amor, que lo que sentía era un impulso físico, una atracción que jamás desapareció porque Sophia era hermosa, porque siempre lo había sido y ahora más, con esas nalgas grandes y redondas y esa cinturita...Pero amor… no. El amor estaba muerto. Yo mismo lo maté el día que descubrí la verdad, el día en que su silencio me gritó que tuvo amantes.
Las puertas se abrieron y salí sin mirar atrás. Afuera, mi chofer ya me esperaba con la puerta abierta del auto negro. Me subí sin pronunciar palabra y me dejé caer contra el asiento.
—¿A dónde lo llevo, señor Lancaster? —preguntó con su habitual tono neutro.
—Al bar de siempre —respondí sin titubear.
Necesitaba un whisky doble. Necesitaba ahogar los recuerdos que ese encuentro me trajeron.
El auto arrancó y la ciudad comenzó aparecer entre el vidrio como una película repetitiva. Luces, sombras, calles conocidas. Apoyé la frente en el cristal y cerré los ojos, intentando vaciar mi mente, pero ella estaba ahí. Su olor, su voz, su mirada. Maldita sea, hasta el recuerdo de cómo solía acariciar mi rostro me golpeó como un látigo y me odiaba por eso.
—¡Basta! —gruñí, golpeando con la mano el asiento de cuero.
El chofer no dijo nada, aunque sé que me escuchó. Poco me importaba.
Al cabo de unos minutos, llegamos al bar. Era un sitio discreto, íntimo, pero sofisticado y exclusivo, ahí la penumbra y el olor a licor eran mi refugio en días difíciles. Bajé del auto sin esperar ayuda y entré directo a la barra.
—Doble whisky —ordené al bartender.
El vaso apareció en cuestión de segundos. Lo bebí de un trago. Sentí cómo la quemadura descendía por mi garganta hasta alojarse en mi estómago. Fue un alivio momentáneo, como un golpe eléctrico que anestesia el dolor, pero no lo cura.
Otro.
El segundo lo bebí más despacio, observando cómo el líquido ámbar se deslizaba en espirales dentro del cristal. Ese movimiento me recordó a la espiral en la que había caído cuatro años atrás, cuando descubrí su traición. Una espiral de odio, de vacío, de noches sin dormir.
Saqué el teléfono y marqué un número sin pensar demasiado.
—Liam—contestó la voz de mi primo al otro lado—. ¿Todo bien?
—Ven al bar. El de siempre.
—¿Pasa algo?
—Ven.
No hubo más explicaciones. Colgué y pedí otro whisky.
La espera fue corta. Mi primo apareció en menos de veinte minutos, impecable como siempre, aunque con una ceja arqueada al verme.
—Hace tiempo que no te veía con esa cara —dijo, sentándose a mi lado—. ¿Qué demonios pasó?
Lo miré con una mezcla de rabia y cansancio.
—Hoy la vi.
—¿A Sophia? —preguntó sorprendido.
Asentí.
—Trabaja en la empresa, es la secretaria de Richard Coleman, ¿qué pequeño es el mundo no? De tantos lugares en New York y me la voy a encontrar en la empresa del hombre con el que pienso hacer un trato.
Mi primo se quedó en silencio unos segundos, procesando la información. Después dejó escapar un silbido.
—No sabía nada de eso.
—¿No? —fruncí el ceño.
—No. Yo negocié directamente con el dueño, pero nunca mencionó nombres de empleados.
Me quedé mirándolo fijamente, como si intentara descubrir un engaño en su rostro, pero nada en su expresión me indicó lo contrario. Él siempre fue directo conmigo.
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Editado: 17.09.2025