La miro de frente, sin bajar la vista. No quiero que piense que mi silencio es debilidad, ni mucho menos una puerta abierta para volver a entrar en mi vida. Ya no.
—Sophia—digo, con la voz más firme de lo que yo mismo imaginé—, yo ya quiero y necesito cerrar este capítulo en mi vida.
Se queda inmóvil, como si la frase le hubiese arrancado la posibilidad de movimiento. Sus labios tiemblan, pero no dice nada. Aprovecho ese instante de vacío para soltar lo que llevo cargando en el pecho desde hace tiempo.
—Ya no tiene caso negarlo, lo nuestro me hizo daño… demasiado. Y no voy a permitir que siga consumiéndome. Perdí cuatro años lamentandome, intentando seguir después de ti, cuatro años donde me dejé arrastrar por sombras, por mentiras, por una historia que siempre estuvo manchada. Y si a eso le sumo los tres años de relación cuando todo parecía ser perfecto, son siete años, Sophia… siete años de mi vida que ya no van a volver.
Traga saliva, me observa con esos ojos que alguna vez fueron todo para mi, y ahora no son más que un recordatorio de lo que nunca debió ser.
—No quiero desperdiciar más tiempo—continúo, sin darle espacio a interrumpirme—. No más. Ya fue suficiente. Tú tendrás tu vida, yo la mía. Yo volveré a Italia, a lo que realmente me pertenece, a lo que construí lejos de ti. Y tú… quédate con lo que elegiste, con lo que decidiste defender.
Ella abre la boca, intenta hablar, pero levanto la mano suavemente para frenarla.
—Pero antes… —respiro hondo— quiero escucharte. Lo que tengas que decir, dímelo ahora. No voy a huir como aquella vez, no voy a dejar cosas inconclusas. Te escucho, porque si de verdad quiero cerrar este capítulo, necesito hacerlo completo y más tarde no quedar con la duda de lo que querías decirme.
Me quedo en silencio, mirándola. El reloj parece detenerse. Solo escucho mi respiración agitada, y el peso de mis palabras cayendo sobre los dos.
—Habla, Sophia. Después de esto… se acabó.
Ella me mira con los ojos aguados, las lágrimas comienzan a correr sin que intente detenerlas. Y entonces, con una voz quebrada que jamás olvidaré, empieza a hablar.
—Liam… yo lamento mucho todo el daño que te causé. Tal vez para ti es increíble creerlo después de todo, pero yo te amé… te amé de verdad.
Mis manos se tensan sobre mis rodillas. Quiero detenerla, quiero evitar escuchar lo que mi corazón aún anhela, pero no puedo.
—Al hacerte daño a ti, también me lo hice a mí misma —continúa, ahogando un sollozo—. Todo este tiempo hemos vivido bajo la sombra de un malentendido… y yo me arrepiento mil veces de no haber confiado en ti, de no haber tenido el valor de luchar por nosotros.
Cada palabra es como un golpe que me atraviesa el pecho. Siento la furia, la nostalgia, la ternura y la tristeza mezclándose en un torbellino que apenas puedo controlar.
—Yo sé que ya tienes una vida, que estás con otra mujer… —su voz tiembla aún más—, que vas a casarte, y lo respeto. Pero yo… yo voy a lamentar por toda mi vida haberte dejado ir. Nunca va a haber un día en que no me arrepienta. Y, por favor, Liam… perdóname.
Su súplica me hace temblar, clavándose en mí como una daga filosa. Me arde el pecho, la garganta se me cierra, siento el peso de siete años colapsando en este instante. No soporto mirarla más.
Me levanto de golpe, casi sin aire, y camino al baño.
—Ya vuelvo Sophia—necesito escapar, aunque sea unos segundos. Cierro la puerta, me sostengo del lavamanos y dejo que el agua corra. Me lavo la cara con brusquedad, una, dos, tres veces, como si el agua pudiera borrar el fuego que me quema por dentro.
Levanto la mirada y me observo en el espejo. Mis ojos están ardiendo, mi respiración agitada, el recuerdo de sus palabras aún golpeándome con fuerza. Y me digo a mí mismo, casi en voz baja, como una orden:
—No puedes caer. Por más que la ames, este capítulo ya debe cerrarse en tu vida.
Aprieto la mandíbula, me aferro a esa frase como si fuera la única salida en medio de la tormenta. Porque sé que si le doy espacio, aunque sea un poco, volvería a hundirme en ella. Y yo… yo ya no puedo permitírmelo.
Salgo del baño con el rostro aún húmedo, el eco de mis propias palabras resonando en mi cabeza: no puedes caer, debes cerrar este capítulo. Respiro hondo y me obligo a caminar hacia la mesa, decidido a mantenerme frío, distante, dueño de mí mismo.
Pero lo que veo al acercarme me enciende por dentro.
Un hombre, alto, de traje impecable, está junto a Sophia. Ella sostiene una servilleta arrugada en sus manos, y él, con una sonrisa demasiado confiada, le ofrece un pañuelo blanco.
—Aquí tienes, señorita —dice él con voz amable, inclinándose apenas—. Y si me lo permites… —mete la mano en el bolsillo de su chaqueta y saca una tarjeta—, aquí está mi contacto. Para lo que necesites.
Sophia sonríe, débil, agradecida. Esa sonrisa que tantas veces fue mía y ahora se la regala a otro. Esa sonrisa que juré no volver a reclamar, pero que ahora, en manos de otro, me encendía por dentro.
Siento un calor brutal prenderse en mi pecho. Mis pasos se aceleran instintivamente, casi sin pensarlo. Y en el instante exacto en que el tipo extiende la tarjeta hacia ella, yo la arrebato de sus manos.
—Gracias —digo con la mandíbula apretada, mirándolo de arriba abajo con un tono que no deja lugar a dudas—. Pero no la necesita.
El hombre me observa sorprendido, intentando mantener la compostura. Sophia abre los ojos de par en par, confundida, con un rubor que se le escapa en las mejillas.
—Liam… —murmura, casi en reproche.
No le doy oportunidad de más. Tomo su mano con firmeza y me inclino hacia ella.
—Ya tenemos que irnos.
Ella se ve arrastrada por mi, dejando aquel tipejo desconcertado, aún perpleja me mira y yo mientras guardo la tarjeta arrugada en el puño cerrado de mi mano. No me importa que ella lo note, no me importa si lo entiende. La sola idea de verla sonreírle a otro me desquició, me hizo olvidar las palabras del espejo, me recordó que aunque quiera, aún no soy capaz de soltarla del todo.
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Editado: 17.09.2025