Noche vieja de 2018.
Aspiró aire con fuerza y lo liberó, repitió dos veces antes de abrir la puerta de su auto, miró los anteojos de pasta negra sobre el asiento del copiloto y los guardó en la guantera. «Aquí estaban sus lentes». Los descubrió al día siguiente de aquel día bochornoso, cuando se subió a su auto para ir a hacer algunas compras. Se limpió las manos con unas toallitas húmedas tras tocarlos cuando los descubrió, no resistió la tentación y los roció con alcohol.
Tomó las botellas de vino y champagne y se bajó por fin de su Toyota Corolla. Julio César amaba a su familia, pero la amaba más cuando no los tenía cerca, odiaba que le hicieran las mismas preguntas sobre su vida privada que no se sentía cómodo al responder.
«No salgo con nadie. No, no tengo novia. Sí, estoy solo. No, no veo a nadie. No, no quiero tener hijos. No, no tengo pareja. Sí, me gustan las mujeres. Claro que si me gustaran los hombres, lo diría».
No tuvo que tocar a la puerta, en el jardín estaba su hermano con sus amigos, fumaban y bebían del pico de una botella entre chistes y risas. Los chicos de entre dieciocho y veinte años vestían informalmente, mientras él llevaba un traje de diseñador.
—Hermano —gritó César Augusto al verlo, se levantó de las escaleras sobre las que descansaba y lo abrazó, sabía cómo todos que a Julio César no les gustaba que lo tocaran, decidió no reprenderlo como siempre que lo hacía, era su hermano, era noche vieja.
—¿Cómo estás?
—Esperando el campanazo, casi vienes después de las doce ¿Con quién estabas? ¿Por qué no viniste antes? Mi tío Anselmo estuvo por aquí con su nueva novia; te mueres, está buenísima. Amanda, mi novia, ¿te acuerdas de mi novia? Se fue temprano, pasará esta festividad con su familia, ¿trajiste algo? ¿Quieres beber una copa?
—Estoy bien, César. Pasaré a saludar a mis padres.
Al entrar los vio en la sala riendo con el resto de sus familiares, las tías que lo veían de arriaba abajo y reían con complicidad mientras le guiñaban un ojo, las vecinas que le sonreían con coquetería, y su abuela, el ser al que más se parecía y con quien más cómodo se sentía; le sonrió y la anciana abrió los brazos desde su sofá, él se acercó con cautela, ella lo besó en la frente y en la mejilla izquierda.
—Qué bello, mi nieto doctor.
—Abuela, sabes que no soy doctor.
—No importa, me gusta decir que lo eres.
—Soy ingeniero.
—Está bien, no siempre uno puede ser lo que quiere.
—Yo no quería ser médico.
La anciana le sonrió con complacencia y lo palmeó en el brazo.
—Bello es lo que estás. Muy bello. Me encanta ver a un hombre bien vestido y que huela bien, que huela a hombre, no como César, anda harapiento y oliendo a yerbas y tus hermanitos, peor, esos niños necesitan seguir tu ejemplo, no el de César.
Julio César se carcajeó y la besó en los cabellos.
—Te extrañaba mucho, abuela. Me encanta criticar a todos contigo.
Los dos rieron con complicidad.
—¿Y para tu madre no hay abrazo? —inquirió la robusta mujer a su lado.
Julio César se acercó y la besó en la mejilla, ella lo haló hacia sí y lo abrazó apretándolo mucho contra ella, él hizo un esfuerzo rápido por liberarse del abrazo mientras contenía la respiración, el olor del perfume de su madre lo mareaba.
—Madre ¿Cómo estás?, además de fuerte.
—Esperando nietos, me voy a morir sin conocer nietos, quizás César me los dé primero, no sé.
Julio César rodó los ojos delante de ella y puso expresión seria, su madre alzó los hombros y se cruzó de brazos.
—Tienes cincuenta y cinco años, no es como que estés anciana, ¿sabes? ¿Y dónde está mi padre?
—Te vio y salió corriendo a buscar su último invento, ya viene con su cachivache. Y ¿No estás saliendo con nadie? ¿Desde cuándo no mojas la brocha? Con alguien debes verte ¿A dónde se ira toda esa energía que no descargas…?
—Madre —espetó, miró a su alrededor y la gente fingió no estar escuchándolos—, que imprudente eres.
—Hijo, solo quiero nietos, ya tienes treinta años, y nada. Vas a tener cuarenta y nada, lo sé.
—Qué cuentas tan raras sacas. No quiero tener hijos, me deprime pensar en traer gente a este mundo tan horrible —susurró.
Su madre se echó hacia atrás con una expresión de horror en el rostro.
—Lo que no quiero es que mañana te enredes con una loca y esa mujer saque de ti todo lo que no le has dado a tu familia: amor, dedicación, tiempo…
Julio César miró hacia el techo de la sala y aspiró aire, la miró y sonrió.
—¿Preparaste pollo?
—Un hombre como tú no debería estar solo, debes pensar en ti, en formar tu familia, la gente va a creer que eres gay.
—¿Y qué si lo fuera?
—¿Lo eres? —inquirió con diversión.
Julio César bufó y se sacudió, al ver a su padre salir del pasillo de las habitaciones corrió hacia él, lo abrazó y lo saludó con entusiasmo.