«Es que tengo que ser tonto», pensó. Se arrepintió de colocar ese papel en el sobre porque así ella sabría que fue él, de otra forma, habría pensado que dejó los anteojos en la fiesta.
No pudo evitar hacerlo, cuando la vio contoneándose de espalda a sus amigas, pensó que estaría contando su aventura con él, fue un pensamiento tonto, pero hasta que no la vio allí y la reconoció por fin —la de los anteojos grandes—, no pensó en los peligros: no la conocía, no sabía cómo era ella, no sabía si mantendría su palabra o si le diría a todos lo que pasó.
—Señor, en media hora comenzará la reunión de dirección.
—Gracias, Antonio.
Su asistente se dio media vuelta y se consiguió con el rostro de esa mujer. Antonio la miró con extrañeza, Julio César se levantó de la silla y jugó con su corbata, su corazón se aceleró, la cosa parecía que se iba a poner peor: «Quizás me chantajeé». Trago saliva y la miró expectante.
—Disculpa, ¿qué necesitas? —la interrogó Antonio con desdén, puso una cara poco amigable con gesto de fastidio.
—Hablar con el señor Julio César —respondió titubeante.
Antonio la miró de arriba abajo y echó la cabeza hacia atrás a la vez que dibujaba una sonrisa burlona en su rostro, se mostró incrédulo.
—Pues no será. Dime que necesitas y yo…
—No, Antonio, está bien —intervino Julio César.
Su asistente se volvió a verlo con cara de no creerse nada, mantuvo las cejas muy alzadas, el moreno soltó un suspiro y salió cerrando la puerta tras de sí.
La chica se alisó la falda y se relamió los labios a la vez que le dedicó una media sonrisa tensa y se pasó la mano por el cabello, se ajustó los anteojos y desvió la mirada. Él solo la observaba aterrado. No quería ser el primero en hablar.
—Verá —comenzó ella —, gracias por mis anteojos, me hacían falta, y bueno, no se preocupe, ya quedamos en que no diría nada, no pasó nada, nada pasó —titubeó.
Él afirmo impaciente.
—Fue una imprudencia que viniera, le pedí discreción. No tenía que agradecerme en persona, es más, no tenía que hacerlo de ninguna forma. Puede irse.
Ella afirmó y aspiró aire.
—Lo siento, es que…no se tiene que preocupar por mí, no diré nada. Estuvo de más…ya sabe…
Rodó los ojos y afirmó con un gesto tenso.
—Puede irse. Gracias por la aclaratoria.
Ella movió la cabeza afirmativamente y se dio media vuelta para salir. Abrió con torpeza la puerta y se perdió de su vista. Él se echó agotado en su silla. «Al menos parece que no es de hacer escándalos», pensó.
Antonio asomó la cabeza por la puerta con aire misterioso.
—¿Y esa mal arreglada que quería?
Julio César ladeó la cabeza y alzó los hombros. Tuvo que improvisar.
—Quería ver si podía servirme como asistente…
—¿Qué? —inquirió afectado y se metió por completo en la oficina — ¡Jefe! Jefecito ¿Me quiere echar?
—No, claro que no, nos vendría bien alguien más, pero no, ella no tiene la experiencia, le había prometido una entrevista y ella se acordó, vino a pedirla, pero descartada, no, claro que no.
—Ah, qué alivio, bueno, mejor así. Lo dejó, vaya a su reunión de dirección.
—Voy, sí.
Julio César se levantó de la silla, bebió el agua del vaso que tenía en el escritorio, se ajustó la chaqueta de su traje y salió hacia la sala de conferencia donde se celebraría la reunión. La visita de esa mujer lo dejó inquieto, no lo tranquilizaba su discurso de que no diría nada, trató de olvidarlo, ya no tenía importancia, debía seguir adelante, en unos meses, ella no estaría allí más.
Se sentó en su lugar y a los pocos minutos inició la reunión, el gerente general entró repartiendo abrazos y deseos de feliz año a todos, detrás de él entró Cristian, sonriente. Sintió su estómago empequeñecer, pues sabía lo que significaba: anunciarían formalmente el ascenso de Cristian como presidente de la compañía. En el fondo, se alegró de saberlo ya y no tener que pasar por el incómodo momento de decepcionarse delante de todos.
Aunque haberlo descubierto antes lo llevara a emborracharse y cometer una locura que entonces lo mantenía intranquilo.
Después de los saludos propios del regreso de las fiestas decembrinas, la reunión entró en forma con asuntos de trabajo, retomaban la agenda donde la dejaron en diciembre. Quería concentrarse, pero estaba pensando en el atrevimiento de esa mujer al haberse acercado a su oficina y pedir hablar con él.
—Entonces, ¿algún plan con la recolocación de las recepcionistas? —inquirió el gerente general.
Se concentró por fin en la conversación, alzó la vista y cruzó miradas con el hombre.
«Recolocación».
—¿Recolocación? Pensé que las despediríamos y ya —intervino Marco, el director de finanzas.
—No, eso estuvo planteado al principio por ustedes, pero Gabriela nos ha hecho ver que eso no está bien, hay que recolocarlas, buscarles un puesto dentro de la compañía. No podemos echarlas a la calle.