Verónica lo miraba con recelo, él se daba cuenta de que ella no confiaba en él, y se preguntaba, ¿por qué lo haría? Debió reconocer para él mismo que la trató con demasiada arrogancia, como si ella no fuera nada y era la madre de su hija, claro que en ese entonces no lo veía así, en ese entonces estaba aterrado y sin saber qué hacer, él tampoco confiaba en nadie.
—No soy experta, pero estás desintegrando el equipo.
Julio César negó y le sonrió con expresión relajada.
—Para nada, haré redistribuciones, son naturales y necesarias.
—¿Qué sería lo que haría?
—Serías la nueva encargada del área de proyectos, tendrías una coordinación, veo que sabes organizarte y he recibido las mejores valoraciones sobre ti.
—Gracias, supongo, pero…
—Sé que dudas, es normal, más esto no es una oferta en la que debas pensar, está decidido.
Ella ladeó la cabeza y se mordió el labio inferior.
—Claro, entiendo.
—No tengo el camino fácil, Verónica. Debo entregar resultados positivos, al menos como los que recibo, y la gente aquí parece odiarme —admitió sin mirarla.
—Hay rumores —susurró.
—¿Rumores?
—Sí, saben que tienes una hija, y saben que la madre trabaja aquí, si trabajáramos juntos aumentarían las sospechas sobre mí.
—Descuida, yo hice correr esos rumores.
Ella se inclinó hacia adelante con la cara encendida, él miró con detenimiento como ella apoyó los puños cerrados sobre el sofá, la miró a los ojos evaluando su expresión, estaba desconcertada, pero le pareció que estaba molesta también.
—Es mejor, es lo mejor, ¿para qué ocultarse?
—Me lo pediste encarecidamente —soltó con amargura y alzando la voz.
—Ya no, déjalo atrás, te pedí eso entonces, pero ya no.
—¿Crees que las personas son piezas? ¿Juguetes?, Julio César, ¿Te has detenido a pensar en cómo me siento yo con eso? —inquirió con la voz quebrada.
No le confesaría que sabía que ella estaba muy bien vista entre la gente y pensaban que le podría lavar un poco la cara a él, algo que le costó reconocer, que no quería usar, pero que le venía bien, y también porque sentía un poco que Verónica le pertenecía de algún modo.
«Tal vez debo ir a terapia», pensó la primera vez que se retó a sí mismo a definir la rabia que lo carcomía cuando la veía con Alejandro y celos fue la palabra que se le ocurrió.
«No pueden ser celos, no puedo estar celoso».
«No la quiero, no me gusta, ¿por qué la celaría?».
No sabía por qué, pero sentía que quería estar cerca de ella y cuidarla, que lo cuidara a él también, no sabía cómo definir aquello, suspiraba en las noches intentando entender por qué al verla de inmediato cortó con aquella chica con la que tenía una relación y con quien antes estuvo dispuesto a convivir y también rechazó todas las llamadas de Gabriela. Solo esperaba que fuera ella quien lo llamara.
—Verónica, no he sido político, he sido directo, eso molesta a las personas, pero no hago mal.
—Me parece que es lo que crees y no has dudado de tus pensamientos un segundo ¿Cómo te sentirías tú en mi lugar? ¿Por qué haces esto sin consultarme? No desafío tu autoridad como el presidente, estoy siendo honesta.
—¿Qué ves mal de lo que hago? ¿Qué te molesta? Soy el jefe y estoy tomando una decisión corporativa.
—Está bien, no me apegaré a mi trabajo con Alejandro, pero ¿Te interesa al menos mi opinión? ¿Cómo me siento? ¿De qué tengo miedo?
Él ladeó la cabeza y aspiró aire. Se acomodó en el sofá echándose más hacia atrás y con un gesto con la mano la invitó a hablar, ella lo miró con recelo, bajo la mirada y tras cerrar los ojos de forma rápida, lo volvió a mirar con intensidad.
—¿A caso te interesa? —preguntó ella.
—Me interesa. Habla.
—He crecido profesionalmente con él, he aprendido muchas cosas, me tiene paciencia, me motiva y me escucha, estoy cómoda con él, con el equipo y con lo que hago, tengo miedo de no ser suficiente en otro puesto.
—Serás suficiente, es hora de hacer algo nuevo, tú puedes, yo no lo dudo.
—¿Por qué yo?
—Porque estás bien valorada, eres buena y tienes potencial.
—Me querías echar —reclamó alargando la frase mientras alzaba el mentón.
Julio César rodó los ojos y se levantó, se acercó a una nevera ejecutiva y la abrió, la miró y señaló hacia adentro ofreciéndole algo, ella negó. Él sacó una botella de agua y la destapó, se apoyó en su escritorio manteniéndose de pie y la miro a la cara.
—Sigues pegada en el pasado. Déjalo ir. Lo siento, Verónica, lo siento. Déjalo ir.
—¿Qué lo dejé ir? Lloraba, Julio César, yo lloraba angustiada, pensando en que perdería mi trabajo, estaba aterrada, y todo para tu comodidad, supongo.
—Supones cosas, las cosas no fueron así, ha pasado tiempo y debes estar confundida.
—¿Confundida?, claro, debe ser eso, mi memoria debe estar dañada.
—No importa, la realidad es que eres una buena pieza para la compañía.