1994. Último año de instituto.
El primer día de mi último año en el instituto, y no podía sacudirme la sensación de que algo grande estaba por suceder. Como si estuviera en una película, pero sin tener claro cómo sería el final. Entrar al aula me provocaba un cosquilleo en el estómago, el tipo de nervios que aparece justo antes de que pase algo importante. Mi cabeza no paraba de hacer listas mentales: nuevos compañeros, nuevos retos, y, ojalá, nuevas oportunidades. Todo un check de promesas para dejar atrás lo que ya no quería arrastrar más.
A mi lado, Clara, mi mejor amiga desde que empezamos el instituto, irradiaba esa calma suya que me mantenía conectada a la realidad. Clara era como mi ancla emocional, y tenerla cerca hacía que el primer día no pareciera tan amenazante. Sin ella, este momento sería mucho más abrumador.
Clara, atlética y bajita, con su melenita rubia por la barbilla que contrastaba con su piel clara, siempre destacaba en cualquier lugar, aunque su carácter introvertido la mantuviera en segundo plano la mayor parte del tiempo. Sus ojos de un tono miel parecían leer más allá de las palabras, y a pesar de su naturaleza reservada, cuando algo le molestaba, no dudaba en decirlo con una franqueza sorprendente. Su risa, contagiosa y alegre, iluminaba cualquier ambiente, haciendo que los momentos más tensos se sintieran más ligeros.
El sol de septiembre se colaba por las ventanas del aula, dorado y perezoso, como si también estuviera a medio camino entre el verano y el otoño. Los demás se sentaban a su ritmo, algunos con cara de "¡allá vamos!", otros ya resignados, contando los días para salir de aquí. Nosotras, por supuesto, elegimos la primera fila, cerca de la puerta, porque, seamos sinceras, me gustaba pensar que, si las cosas se ponían raras, podría escapar rápido.
Mientras charlábamos, lancé una mirada rápida al resto de la clase. Algunas caras ya conocidas, otras nuevas, y claro, los repetidores. Porque siempre hay repetidores, ¿no? Como si el universo necesitara ese toque de constancia. En la fila de al lado, justo en la primera fila también, estaban Javi y Andrés, ambos repetidores.
Javi… había escuchado hablar de él antes, sobre todo, porque Miriam estuvo colada por él cuando tenía quince. Pero nunca parecía notar a nadie a su alrededor, siempre con ese aire distante. Ahora que lo veo, entiendo el misterio que lo rodea, había algo en su mirada, como si estuviera cargando con un peso que nadie más pudiera ver. Andrés, en cambio, era de esos chicos que, desde el minuto uno, ya te caen bien. Nos saludó con un "¡hola!" tan efusivo que no pudimos evitar responder con la misma energía.
—¡Hola! —dijimos al unísono, como si lo hubiéramos ensayado.
Me volví hacia Clara y susurré, intentando no reírme demasiado alto:
—¡Madre mía, qué pringadas parecemos!
Clara estalló en esa risa contagiosa suya que era como pura vitamina para el alma, y yo la seguí, sin poder evitarlo. Siempre me ha sacado el lado más tonto, pero también el más auténtico. Nosotras, las de pocas amigas pero buenas, las que preferíamos la tranquilidad de los pequeños grupos. Este año, me lo prometí, sería diferente. Al menos intentaría ser más abierta, aunque me lo tuviera que recordar cada día.
A la hora del descanso, Clara y yo nos sentamos en nuestro banco habitual, mirando al sol y yo con mi bocata de rigor en la mano, como si el tiempo no avanzara. Mientras masticaba, solté sin pensar:
—Andrés me da muy buen rollo, ¿y a ti?
Clara, con su mirada traviesa, respondió:
—Sí, y Enrique también tiene su gracia. Pero de guapos... David es el típico guaperas que no gusta de tan perfecto. Diego es muy mono. Y Javi... Javi tiene su punto.
Su comentario me hizo pensar. Hasta ahora no había prestado mucha atención a los chicos de clase.
—No sé qué quiero hacer con mi vida —suspiré, dejando que las palabras salieran con el peso que llevaban. Sentí cómo mi pecho se desinflaba al confesarlo.
Clara me miró de reojo, masticando su chicle con calma, pero esta vez sus ojos, normalmente serenos, parecían más inquietos de lo habitual.
—Yo tampoco lo sé —dijo, su voz tranquila, pero con un toque de preocupación—. Parece que todo el mundo lo tiene clarísimo, menos nosotras.
El silencio se extendió entre nosotras mientras el viento agitaba las hojas de los árboles cercanos. Era raro pensar que, en unos meses, ya no estaríamos aquí, en este banco, compartiendo nuestras dudas. El futuro se sentía como una página en blanco, y no sabía ni con qué bolígrafo quería escribirlo.
—¿Y si nos equivocamos? —me atreví a preguntar en voz alta. Era la duda que llevaba rumiando en mi cabeza desde hacía semanas—. ¿Y si escogemos algo solo porque es lo que se espera de nosotras, y luego no nos gusta?
Clara frunció el ceño, como si mis palabras la hubieran tocado más de lo que quería admitir.
—Sofi, ¿y si todo esto es una trampa? —dijo de repente—. Nos meten en la cabeza que tenemos que saber ya qué hacer con el resto de nuestras vidas, pero... ¿quién está realmente preparado para eso a los dieciocho?
—A los diecisiete, Clara —la corregí—. ¡Toda una pipiola en la universidad!
Sus palabras resonaban dentro de mí. Tenía razón. Era una locura pensar que en solo unos meses tendríamos que tomar decisiones que podrían cambiarlo todo. Me invadió una sensación de vértigo.