Debido a la bufanda y al calor asfixiante que pasé, terminé enfermando de verdad. Llevaba dos días enteros en cama, con fiebre, el cuerpo entumecido y la cabeza hecha un nudo de pesadillas y apuntes de historia. Entre sueños febriles y sobresaltos, me invadió una sensación profunda: cuando una está enferma, sin fuerzas, el cuerpo simplemente pide una cosa. Una madre. Hay algo en su forma de cuidar, de estar ahí, que lo arregla todo. Y, de repente, pensé en Javi. ¿Qué haría él cuando enfermaba? ¿A quién llamaba? ¿Quién le tomaba la fiebre o le preparaba un té caliente?
Recordé algo que había escuchado hace tiempo, que da igual la edad que tengas, una madre siempre se echa de menos, sobre todo cuando las cosas van mal. Y en ese instante, me dolió imaginarlo solo, en su habitación fría, sin ese abrazo de alguien que simplemente… está. Que te arropa, aunque sea en silencio. Me quedé con esa punzada en el pecho.
Pero lo peor de todo no fue estar así de mal justo antes de los exámenes, sino la visita inesperada que recibí. Estaba medio dormida, envuelta en sudor, cuando escuché a mi madre abrir la puerta de mi habitación.
–Te trajeron los apuntes– dijo con su tono despreocupado de siempre.
–Gracias, Clara, déjalos ahí– grité sin fuerzas, sin mirarla, creyendo que mi mejor amiga había hecho su habitual parada para ver cómo estaba. Ni me molesté en arreglarme. Me levanté como pude, me puse mis zapatillas de león de estar por casa, con el pelo hecho un desastre y el pijama arrugado, vamos, lo que viene siendo un cuadro.
Salí de la habitación con toda mi dignidad por los suelos y... ahí estaba Javi. No Clara. Javi. Con su típica sonrisa a medias, sosteniendo mis apuntes de historia en una mano y mirándome con esos ojos que parecían leer cada rincón de mi vergonzosa apariencia.
Por un momento, mientras estaba de pie en medio del pasillo con Javi observándome en mi glorioso desastre, no pude evitar preguntarme si, de alguna forma, lo había invocado. ¿Habría sido por el sueño, por haber pensado en él en ese momento de fiebre y nostalgia? O quizá… ¿el universo se había empeñado en jugar con mi cansancio y mis reflexiones febriles, trayéndolo hasta mi puerta justo cuando más vulnerable me sentía?
La idea de que pensarlo lo hubiera traído hasta aquí me hizo sentir una punzada extraña, como si al mencionarlo en mis pensamientos, se hubiera activado una especie de fuerza invisible. ¿O era solo una casualidad? El Javi que estaba allí, sosteniendo mis apuntes y con una sonrisa entre divertida y genuina, parecía mucho más real que cualquier pensamiento febril.
Me quedé congelada, como si todo el calor de la fiebre se hubiera concentrado de golpe en mis mejillas. ¡¿Por qué mi madre no me dijo que era él?! Menos mal que mi padre ya se había ido al trabajo. ¡Solo me hubiera faltado eso!
Y ahí estaba yo: con mi pijama rosa chillón, cubierto de dibujitos de perros sonrientes y huellas de patas de colores, que me quedaba dos tallas más grande. Pero lo peor eran las zapatillas. Esas zapatillas de león con cabezas enormes y unas melenas que parecían haber pasado por un tornado. Cada vez que caminaba, las cabezas de los leones se tambaleaban, como si intentaran decir algo, y por alguna razón, los ojos bordados de las criaturas parecían mirarme con una mezcla de compasión y burla.
Mi dignidad se desintegró en ese instante. Ni siquiera intenté disimular. Era imposible parecer mínimamente presentable con dos felinos peludos en los pies y un pijama que parecía más propio de una niña de siete años que de alguien a punto de hacer exámenes universitarios.
–Eh… pensé que te harían falta– dijo Javi, su tono más calmado de lo habitual, pero con ese brillo divertido en la mirada.
–Eh… gracias– respondí, haciendo lo imposible por no tambalearme mientras mi cerebro procesaba lo que estaba pasando. Me tiré un mechón de pelo detrás de la oreja, sintiendo que cualquier intento de arreglar mi aspecto era inútil a estas alturas.
Javi se quedó de pie, como si no tuviera prisa por irse, y de pronto la incomodidad de la situación se hizo más evidente.
–¿Cómo te encuentras?– preguntó, pero esta vez su tono era genuino, como si realmente quisiera saberlo. Me miró un poco más serio, sus ojos fijos en los míos.
–Bueno… mejor que ayer, aunque...– bajé la vista hacia mis zapatillas de leones – creo que no estoy exactamente en mi mejor momento– añadí con una risa nerviosa, sintiéndome torpe.
Javi soltó una pequeña carcajada, y me sorprendió cómo, a pesar de lo raro de la situación, su risa me hacía sentir un poco más tranquila.
–Sí, bueno… las zapatillas son interesantes– dijo, señalándolas con la barbilla, y yo solo pude suspirar.
–Sí, lo sé. Mis grandes aliadas en días de fiebre. No son las mejores para impresionar– bromeé, tratando de quitarle hierro al asunto, aunque por dentro solo quería que la tierra me tragara.
–Bueno, al menos son originales. No creo haber visto algo igual– respondió con una sonrisa. Sus comentarios ligeros parecían casi intencionados para hacerme sentir menos ridícula.
–Gracias… por los apuntes. Y por, ya sabes, no reírte de todo esto– añadí, haciendo un gesto con la mano que indicaba mi look total de 'día enfermo'. –Clara suele ser la encargada de estos momentos bochornosos.
Javi dio un paso hacia mí y dejó los apuntes sobre la mesa de la entrada, pero no se fue de inmediato. Parecía estar buscando algo más que decir.