Esa tarde Clara apareció en casa, radiante como siempre, aunque esta vez con algo distinto en los ojos. Había una determinación que no le había visto antes.
—He decidido lo que quiero estudiar —soltó, y yo me quedé con la palabra en la boca, aguantando la respiración—. Me voy a Alemania. A finales de julio tengo el billete. Voy a ser au pair y mientras, me apunto a la universidad para estudiar filología china.
—¿Qué? ¿Filología china? ¿Alemania? —Mis palabras salieron atropelladas, como si mi cabeza intentara procesar todas esas novedades a la vez—. ¡Clara, qué valiente! Me alegro muchísimo por ti... pero… ¿tú no sabías que esos dos idiomas son de los más complicados? —y entonces, el golpe cayó—. Y nos vamos a separar...
Fue como si el mundo se congelara por un instante. El aire entre nosotras se volvió pesado. No dije más, pero en mi pecho, una tristeza inmensa se ancló, como una piedra que caía al fondo de un pozo. Clara me miraba, y aunque sus ojos también delataban la pena, sonrió con esa forma suya de ver la vida, como si siempre estuviera a punto de algo mejor.
—No pienses en eso ahora —me dijo con un tono firme—. Nos queda tiempo, Sofi. Mañana vamos a la playa, nosotras dos solas, como siempre. Y no quiero volver a hablar sobre lo de irme a Alemania a estudiar mandarín porque me ha dado el punto y no quiero pensar mucho en el berenjenal donde me he metido.
La abracé con fuerza, aferrándome a ella como si con ese abrazo pudiera detener el tiempo, y sentí que ella también me apretaba, con la misma convicción de que, a pesar de la distancia, seríamos amigas para siempre.
Al día siguiente, con el bikini puesto, la mochila cargada de toallas, crema solar y mis walkmans, me encontré con Clara en la esquina de siempre. No podíamos evitar la tristeza, aunque ambas tratábamos de disimularlo.
—Sofi... cántame una de Héroes del Silencio, la que más te guste —me pidió. Sabía que me encantaba esa banda, y que siempre me dejaba llevar por las letras. Clara decía que le fascinaba cómo sentía cada palabra, cada acorde, como si fuera mío.
Cogidas de la mano, empezamos a caminar hacia la playa. A veinte minutos teníamos ese rincón que siempre había sido nuestro. Mientras caminábamos, le canté entre susurros parte del disco, intentando que mi voz no temblara, intentando que las lágrimas no salieran de mis ojos. Pero la emoción estaba ahí, a flor de piel, y cada paso nos llevaba más cerca de una despedida que ninguna de las dos quería enfrentar.
Cuando llegamos a la playa, el sol brillaba como si no entendiera que dentro de mí había una tormenta. Antes de tirarnos al agua, me armé de valor. Saqué una carta de mi mochila y se la entregué a Clara. La había escrito la noche anterior, entre lágrimas y recuerdos. Ella me miró con sorpresa, luego con ternura, y empezó a leer.
"Clara,
No sé ni cómo empezar, porque no sé cómo decirte adiós. No sé qué voy a hacer cuando te vayas. ¿A quién le voy a contar cada tontería que me pase? ¿Quién va a escucharme cuando no pueda más? Nunca imaginé que encontraría una amiga como tú, y ahora, solo pensar que no estarás aquí duele más de lo que puedo soportar. Me haces reír cuando quiero llorar, me das fuerzas cuando siento que no puedo más, y ahora... ¿Quién va a hacer todo eso?
No te imaginas cuánto te voy a extrañar. Sé que seremos amigas para siempre, pero ¿y si no encuentro a nadie más como tú? Porque, Clara, nadie me entiende como tú. Te quiero, amiga. Y aunque me alegra muchísimo que sigas tus sueños, me parte el alma que tengas que irte tan lejos.
Prométeme que nos escribiremos a menudo. Que aunque la distancia sea grande, seguiremos siendo nosotras. Porque no quiero imaginar un mundo sin ti."
Clara terminó de leer y me miró con los ojos brillantes. En ese instante, me abrazó como si no hubiera un mañana, con tanta fuerza que sentí que todo el dolor se esfumaba. Pero así era Clara. Aunque estuviera triste, siempre encontraba la manera de darle la vuelta a la situación.
De repente, metió la carta en su mochila, se levantó de la toalla y, con una sonrisa traviesa, gritó:
—¡Frígida la última!
Salió corriendo hacia el agua, zambulléndose con tanta fuerza que pensé que la tristeza se la había llevado el mar. Me quedé allí, mirando cómo nadaba, y supe, con cada fibra de mi ser, que ese adiós nunca sería el final de nuestra amistad.
Después de pasar la mañana en la playa donde no solo nos bañamos sino que también tuvimos tiempo para jugar a las palas, decidimos comer en el chiringuito playero. Clara pidió su clásico bocata de atún con tomate, y yo, uno de tortilla. Era uno de esos días en que el sol te deja exhausta, pero de la mejor manera posible, y con la brisa marina acariciándonos la piel salada, las risas fluyeron entre nosotras como siempre.
—¿Qué te parece si sorprendemos a Javi? —dije entre bocado y bocado, mientras Clara se limpiaba las manos con una servilleta.
—¡Buena idea! —respondió, con una chispa en los ojos—. Seguro que va a flipar cuando le cuente lo de Alemania.
—Y calculo que su padre no va a estar en casa, así que podremos hablar tranquilas —añadí, pensando en lo torpe y a la vez tierno que solía ser su padre cuando trataba de hacer una conversación casual. Además, me parecía la mejor forma de distraernos de la tristeza que llevábamos cargando desde la mañana.