Habían pasado casi cinco días desde la última vez que vi a Javi. Cinco días. Y aunque solo fueran cinco, parecían eternos. Cada minuto se estiraba como un chicle, lleno de ese eco vacío que deja la ausencia. Lo peor era que sabía, por Ignacio, que a veces Javi salía más tarde de las dos de la mañana... ¡Qué injusto! Mientras tanto, yo vivía con su olor, impregnado en cada rincón de mi cabeza, como si el recuerdo de su perfume fuera parte de mi piel. Lo echaba de menos de una forma que dolía, como una quemadura constante.
Esa mañana tenía libre y decidí quedarme en casa. Mis padres trabajaban y yo aprovechaba para hacer marujeo. Ya sabes, limpiar, recoger, esas cosas que una hace por obligación. ¿Y para qué engañarnos? Nunca he sido una fan de las labores del hogar, así que, para motivarme, tenía mi propio truco infalible: poner a Héroes del Silencio a todo volumen. El cassette de “Sendas de Traición” en bucle era mi religión los días de limpieza, mi vía de escape. Y allí estaba yo, limpiando el polvo con un trapo en una mano y el bote de spray en la otra, como si fuera mi micro, desgallitándome: "¡Oh, quién nos devora, que una pesadilla me parte en dos! ¡Tanto odio encontró, uuuuh, en la melodía, uuuh, que ahoga mi voz!".
En pleno desgarre emocional, con la voz subida al cielo, escuché unos golpes que provenían de la ventana. El bote de spray se me escurrió de las manos como si quemara y el trapo no sé dónde acabó, posiblemente encima de la lámpara de techo. Me giré de golpe y ahí estaba Javi, detrás del cristal, partiéndose de risa. ¡Madre mía, la escena! Me olvidé de la vergüenza en dos segundos, apagué la música de un manotazo y corrí hacia la puerta, lanzándome a sus brazos.
—¡Javi! ¿Qué haces aquí? —le pregunté entre risas y sorpresa.
Él, sin dejar de sonreír, me miró con esos ojos que me desarmaban siempre y respondió:
—No, no... La pregunta más inquietante es, ¿qué hacías tú? ¿Estás segura de que no te quieres dedicar al espectáculo?
Me tiré a él, besándolo por toda la cara. Entramos en casa y antes de darme cuenta, me lanzó al sofá. Me besaba como si no hubieran pasado esos cinco días, como si el tiempo entre nosotros nunca existiera, y justo cuando el momento se tornaba más apasionado, lo interrumpió un ataque de risa. ¡De nuevo!
—¡Javi! —protesté, aunque no pude evitar reírme con él.
—Es que... —Javi apenas podía hablar de la risa— no puedo dejar de verte cantando con el bote de spray... Es que lo estabas dando todo, Sofía. ¡Todo!
Tenía lágrimas de risa cayéndole por las mejillas. Cuando finalmente se calmó, me miró, y en su mirada, por fin, lo reconocí: ese brillo, esa chispa que tanto me faltaba estos días.
—Joder, cuánto echaba de menos esto. Cuánto te echaba de menos a ti.
Suspiré, derretida por completo. Pero, claro, no podía evitar la curiosidad.
—¿Cómo estás aquí? ¡Deberías estar durmiendo!
—¿Y de qué me sirve dormir si no puedo porque no dejo de pensar en ti? —me respondió con esa maldita sonrisa que lo arreglaba todo.
—Aiii… Qué mono eres…
Me derretí de nuevo. Nos besamos y nos acariciamos, como si estuviéramos intentando recuperar cada segundo perdido. Pero había algo más, lo sentía.
—Tengo una noticia —dijo de pronto, como quien suelta una bomba—. Me han aceptado en Valencia.
Mi corazón se detuvo por un segundo. Valencia. La palabra resonó en mi cabeza como un eco que no se desvanecía. Valencia, a cientos de kilómetros de aquí. Bajé el ritmo de mi respiración, intentando mantener la compostura, pero Javi me conocía demasiado bien. Notó cómo me tensaba, aunque intentara fingir que todo estaba bien.
—A mí solo me han cogido en Mallorca, Javi. En Psicología —murmuré, sintiendo cómo el entusiasmo que había sentido por las solicitudes y las posibilidades del futuro se escapaba de mi pecho como aire de un globo pinchado.
Miré a Javi y vi cómo fruncía el ceño, preocupado. Sabía que no era solo por mí, sino porque nuestras decisiones ahora estaban en trayectorias que podían separarnos, no solo geográficamente, sino emocionalmente.
—No pasa nada, Sofía. Miraré algo en Mallorca, no tiene por qué ser Valencia. Ya veremos, no me voy a ir lejos si tú no estás... —dijo rápidamente, tratando de tranquilizarme, aunque en su voz también había una urgencia que me alarmaba.
Lo miré fijamente, sorprendida por sus palabras. Había estado esperando este momento durante tanto tiempo, y ahora… ¿estaba dispuesto a dejarlo todo, su sueño, su carrera, solo por mí? Sentí una mezcla de emociones tan intensa que me costaba respirar: amor, miedo, culpa.
—¡Javi, no! —respondí, casi indignada—. No digas eso. Es tu vida. Valencia es tu oportunidad. Ya nos veremos en vacaciones, en escapadas… No quiero que lo cambies todo por mí.
Mi voz temblaba mientras intentaba sonar firme, pero en realidad, el pánico estaba empezando a apoderarse de mí. Imaginé a Javi en Valencia, conociendo gente nueva, viviendo nuevas experiencias, mientras yo me quedaba en Mallorca, atrapada en una rutina solitaria, sin él. La distancia era algo tangible, algo que se interponía entre nosotros como una barrera invisible pero poderosa.
Javi negó con la cabeza, claramente frustrado. Sabía que lo que decía no era tan fácil para él como lo era para mí decirlo.