Ha pasado exactamente una semana. Siete días en los que no solo he observado a Belkam Montec desde la distancia, junto a Lot y Diana, sino que también lo he seguido, como si una fuerza misteriosa me empujara a perseguir su sombra. Sin embargo, hasta el momento, él no ha mostrado más que la rutina gris de un ser humano común, una vida aburridamente normal en comparación con la del resto.
Y lo detesto.
Detesto esta sensación de que me estoy perdiendo de algo.
De que lo verdaderamente importante se oculta detrás de un telón que él baja a propósito frente a nosotros.
Quizás soy yo, empeñándome en ver rareza solo porque es ermitaño y divino. Una combinación peligrosa, placentera y condenadamente difícil de ignorar.
Y no he pasado por alto la forma en que me mira, con repulsión, como si mi presencia le molestara de una manera que no entiendo. Fueron pocas veces, claro. Aquella en la biblioteca… y ayer, cuando Diana y yo esperamos a Lot junto al baño de hombres, intentando que él… muy inútilmente, hiciera hablar a Montec.
Belkam, por supuesto, lo dejó con la palabra en la boca.
—No tengo vida— murmuré para mí misma mientras observaba mi bandeja en la cafetería— Manzana o pera… qué dilema tan trágico.
Me dispuse a elegir fruta cuando de repente sentí una presencia detrás de mí. Diana. Tiene que ser Diana y su obsesión por asustarme cada vez que puede.
—Ya te sentí— dije, girando los ojos— No vas a espantarme esta vez. ¿Qué intentas hacer?
Me giré con fastidio, pero el aire se vació de mis pulmones.
No fue Diana.
Era él.
—Eso debería preguntarte yo— su voz es armoniosa, casi hipnótica. Mis rodillas se aflojaban. Mis pensamientos se disuelven bajo la intensidad de sus ojos azules—. ¿Por qué no dejas de acosarme con esa manada de individuos?
Mi corazón golpeó mi pecho como si quisiera huir por sí solo. << ¿Cómo lo sabe?>> << ¿Qué ha visto?>> << ¿Qué ha escuchado?>>
—¿De… de qué hablas? — mi voz salió temblorosa, y carraspeé intentando recuperar dignidad.
—Vamos, Davina— dijo mi nombre como si lo hubiera sabido desde siempre— No puedes mentirme. Ni siquiera lo intentes.
Mi estómago se retorció. Él nunca prestaba atención en clase… << ¿Cómo aprendió mi nombre?>> Y, más importante aún << ¿Por qué asegura que no puedo mentirle?>>
Tragué saliva, casi sin poder creer lo que ocurría.
—Creo que estás malinterpretando las cosas.
—Piensas que soy un ente raro, que oculto cosas— me cortó, sin compasión— Y esta vez acertaste. Así que, por tu bien y el de tus amigos… dejen de seguirme. Dejen de jugar al detective, o lo lamentarán.
Se me erizó la piel.
Me estaba amenazando deliberadamente.
Y lo hizo mirándome como si ya conociera mis reacciones antes de que yo misma las tenga.
<< ¿Cómo sabe que lo considero extraño?>>
<< ¿Cómo sabe que sospecho de él?>>
<< ¿Estuvo escuchando mis conversaciones con Lot y Diana?>>
—Lo sé todo— añadió de pronto, como respondiendo mis pensamientos— Las personas no pueden mentirme.
Sonrió ligeramente, disfrutando del efecto que causaba en mí.
—Mantente lejos de mí.
Y sin darme oportunidad de responder, se alejó.
Me quedé inmóvil, confundida, aun sintiendo la vibración de su presencia. Los estudiantes seguían en lo suyo, ajenos a lo ocurrido. Pero a pesar de su advertencia, alejarme era lo último que mi cuerpo tenía intención de hacer.
Ahora no solo lo creía extraño.
Estaba segura de que lo era.
Diana apareció junto a mí con una expresión inexplicablemente contenta.
—Oye, Davina, estuve pensando… quizá deberíamos dejar de molestar a Montec— dijo sin rodeos— Lot ya no quiere seguir con la investigación. Y… creo que es lo mejor.
—¿Qué? — pregunté, incrédula.
Hace solo dos días estaban obsesionados con descifrarlo.
<< ¿Qué cambió?>>
—Podemos hacer cosas más divertidas— prosiguió ella, casi nerviosa— Ir al cine, pasar el rato… ¿Qué dices?
Esto no está bien.
Primero Belkam me amenaza.
Y ahora mis únicos amigos actúan como si hubieran perdido el interés repentinamente, como si alguien hubiera metido la mano en sus voluntades y las hubiera torcido.
Lo busqué con la mirada y lo encontré al otro extremo del comedor. Apenas nuestros ojos se cruzaron, él se giró para marcharse.
Claramente no pensaba consentirlo.
—¡Oye! — le grité, avanzando entre las mesas.
Él se detuvo.
Y entonces sucedió algo muy insólito.