El príncipe de la capitana

Oriel

El sonido de las olas no era tan lejano como parecía; apenas estaba a unos pasos de distancia… aunque desde aquí, desde mi prisión dorada, podía escucharlas como si se burlaran de mí.

Me pregunto qué se sentirá ser libre.

Libre de obligaciones, de etiqueta, de compromisos políticos y reverencias eternas.

Solo el mar.

Solo su infinitud.

Solo… yo.

Afuera, bajo el balcón, un grupo de señoritas pasea con sus abanicos relucientes, riendo en dirección a mi ventana como si estuvieran en una competencia absurda de quién agita más fuerte el maldito abanico.

Sonrío de lado —por cortesía, no por interés— y vuelvo mi atención al cuaderno frente a mí.

Termino de trazar la última línea del retrato de aquella niña… la niña que desapareció hace años y que me entregó este collar.

No sé quién era realmente ni de dónde venía.

Solo sé que desde que no la veo, me siento atrapado en esta jaula de oro más que nunca.

Tengo todo. Pero a la vez… nada.

El crujir de la madera interrumpe mis pensamientos. Creo que fue la puerta, no el barco imaginario en el que siempre desearía estar.

—Adelante —digo, lo bastante alto para ser escuchado sin sonar desesperado.

Uno de mis guardias entra y hace una reverencia tan baja que me provoca dolor de cuello ajeno.

—Majestad, su alteza requiere de su presencia en la oficina.

Ah, fantástico. Otra tortura más para el día. Y aún ni siquiera empieza.

—Enseguida voy —murmuro, cerrando el cuaderno con cuidado y dejándolo junto a los aperitivos que las damas “amablemente” habían enviado. Quizá intentaban engordarme antes de casarme. Quién sabe.

Camino hacia la oficina de mi padre con el guardia siguiéndome como una sombra que respira fuerte.

Todos los que cruzan mi camino se inclinan.

Criadas, guardias, nobles, todos hacen esa reverencia automática que detesto desde los seis años.

Ya no veo respeto; veo cadenas.

Toco dos veces la puerta de la oficina y entro.

Mi padre está sentado entre montañas de papeles, revisando documentos con el ceño arrugado. Su postura es la de alguien que gobierna un reino entero pero no tiene tiempo para dormir. O para considerar mis sentimientos, claro está.

—Padre.

—Oriel —responde sin levantar del todo la vista.

—Te tengo unas noticias —dice. Y cuando él dice “noticias” significa “problemas”.— Te casarás. Hay propuestas de varias señoritas que desean tu mano.

Qué amable.

Me alegra ver que las decisiones importantes de mi vida se toman con la misma ligereza que elegir el postre del día.

—¿Ah sí? Mira tú —respondo entre dientes, sintiendo cómo la rabia me aprieta la garganta.

—La señorita de la familia Brown dice que tienes una excelente vestimenta —añade él, como si eso fuera un argumento sólido.

Dios… me… libre.

—Soy naturalmente hermoso, padre —respondo mirando mis uñas como la diva real que soy—. Me vería bien hasta con un saco de papas. No me voy a casar. Así que dile a la señorita Brown que mi mano no está disponible.

Él me mira con la cara de “mi hijo, por favor, detente”.

—No te estoy preguntando. Es una orden —dice, y su tono cambia al del rey, no al de mi padre.— Y prepárate, iremos al juicio de unos piratas. Se solicitó nuestra participación.

Suena importante.

Suena obligatorio.

Suena como otra forma de controlarme.

Sonrío con ironía y hago una reverencia exagerada.

—Lo que su majestad ordene.

Salgo de la oficina antes de que mi lengua ácida me meta en más problemas.

Mientras camino hacia mi habitación, la presión en mi pecho aumenta.

No llores, no llores, repito mentalmente mientras mis dedos juegan con el collar de la niña.

En cuanto cierro la puerta de mi cuarto, la presión se rompe.

<<Debo escapar>>

Y no mañana.

No “pronto”.

Hoy.




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