El príncipe de la capitana

El plan

La luna cuelga sobre el palacio brillante, radiante… libre.
Ojalá yo pudiera presumir tanta libertad.

Estoy sentado en el borde de mi cama, jugando con el collar que cuelga de mi cuello. La cuerda ya está vieja, gastada, pero no pienso cambiarla. Es lo único real que tengo en esta vida llena de oro falso y sonrisas prestadas.

—Cásate, Oriel. Sonríe, Oriel. Camina como un rey, Oriel.
Todos creen que soy una marioneta de porcelana. Y yo, sinceramente, ya me cansé de bailar para ellos.

Respiro hondo.
No puedo seguir aquí.

<<Tengo que escapar. Esta noche. Ahora. >>

Me levanto y empiezo a revisar mi habitación como si fuera un ladrón robándose su propia vida. ¿Qué me llevo? ¿Qué no me llevo? ¿Qué es más importante: mi dignidad o mi abrigo favorito? <<La respuesta es obvia.>>

Abro el armario y saco un bolso pequeño. No puedo llevar mucho o levantaré sospechas.

—A ver, lo esencial —murmuro.

Meto:

• Una muda de ropa sencilla, sin bordados ni telas que digan mírenme, soy rico.
• Un cuaderno de dibujos. No pienso dejarlo atrás; ahí está el retrato de la niña del collar.
• Un carboncillo y un lápiz. Puedo vivir sin muchas cosas, pero no sin dibujar.
• Un par de monedas de oro que “curiosamente” estaban muy cerca de mi bolsillo.
• El collar… aunque ese nunca me lo quito.

Miro alrededor. Todo lo demás no importa.

Me acerco a la ventana. Abajo, la ciudad está casi dormida. Solo unas pocas luces parpadean entre las calles del puerto. Los barcos mercantes descargan las últimas cajas del día. Ahí está mi salida.

La puerta cruje.
Me congelo.

—¿Su alteza? —susurra uno de los guardias, asomando la cabeza.
—¿Qué? ¿No ves que estoy en un momento emocional complejo? —le respondo mientras cierro el bolso discretamente.
—Solo venía a recordarle que mañana…
—Sí, sí, el juicio, la boda, mi vida acabada, ya lo sé. Puedes retirarte.
—Como ordene, su alteza.

Se va.
Cierro la puerta con llave.

Respiro.
Es ahora o nunca.

Me pongo una capa oscura, me cubro la cabeza y abro la ventana. El aire de la noche me golpea la cara, frío y lleno de olor a sal y libertad. Mis manos tiemblan. No sé si de miedo… o emoción.

Me deslizo por la pared usando una cuerda escondida detrás de la cortina —una que guardé por si un día decidía perder la cordura y huir. Curiosamente, ese día llegó más rápido de lo esperado.

Caigo sobre el césped sin hacer ruido. Me agacho, corro entre sombras, esquivo guardias medio dormidos y finalmente llego a la parte trasera del palacio.

El puerto me espera.
Los barcos mercantes están a punto de zarpar. Y yo, con un poco de suerte y mi encanto natural, podría convencer a uno de que me lleve.

Camino rápido hacia el muelle, cuidando no levantar sospechas. Mi corazón late tan fuerte que temo que lo escuchen desde los barcos.

Me acerco a un navío de vela pequeña, de esos que viajan con cargas ligeras y no hacen muchas preguntas. Un hombre fuma apoyado en la baranda, medio dormido.

—Disculpe… —susurro.

El hombre se sobresalta.

—¿Y tú quién…?
—Nadie, solo necesito que me lleve a la isla de los piratas, cuadrante norte. —le digo, dejando ver una de las monedas.

Él me observa. Primero la moneda, luego mi cara parcialmente cubierta.

—Sube —gruñe finalmente.

Sonrío.
El primer paso hacia mi libertad.

Mientras el barco se separa del muelle, miro hacia atrás. El palacio se ve pequeño desde aquí. Tan pequeño como siempre me hizo sentir.

Aún no sé a dónde voy.
Solo sé que hay una isla pirata, un nombre que escuché mil veces en conversaciones prohibidas… y una niña que me regaló este collar hace tantos años.

Quizá el mar no me quiera.
Pero yo lo quiero a él.

Y esta noche, por fin, siento un poco de libertad.




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