(Tres días después)
Corría.
El prado se extendía frente a mí, húmedo, infinito, teñido con la luz dorada del amanecer. Y allí estaba ella. A unos metros. Estiré la mano, di un último paso, casi podía rozar su figura cuando —como siempre— el sueño se rompió.
Y yo caí.
Desperté de golpe cuando el hombre del barco me dio un puntapié en la planta del pie como si estuviera apagando un fuego.
—Arriba, niño rico —gruñó—. Llegamos. Isla de los Piratas. Cuadrante Norte.
Y se fue como si yo fuera una bolsa de papas olvidada.
Parpadeé un par de veces, desorientado, con la boca seca y la espalda hecha trizas por culpa de la hamaca inmunda en la que me había estado “hospedando”.
<<Extraño mi cama. Extraño mis sábanas. Extraño no oler a pescado viejo desde que abro los ojos.>>
Me levanté tambaleando, tratando de no respirar demasiado profundo. Claramente ninguno de estos hombres había conocido el concepto de “ducha”. Ni de “jabón”.
Me puse la capucha para ocultar mi cabello y pasé al lado del capitán del barco mercante sin siquiera mirarlo.
Y entonces lo vi.
El puerto.
El caos.
La vida.
Barcos de todos los tamaños, algunos impecables, otros a punto de desarmarse solos. Banderas rotas ondeando al viento. Y a lo lejos: piratas borrachos abrazándose, discutiendo, riéndose, gente gritando en puestos de comida que, sinceramente, parecían vender algo entre “carne” y “posible enfermedad mortal”.
Bajé del barco con un suspiro y avancé por el muelle de madera, húmedo y resbaloso, con los nervios y la emoción peleando en mis venas.
—Vamos, Oriel —me dije—. Nuevo comienzo. Nueva vida. No morir en el primer día. Fácil.
Mi plan hasta ahora era simple:
Unirme a una tripulación.
Preferentemente una que no quisiera arrancarme la cabeza.
Preferentemente como músico.
Preferentemente sin enfermedades exóticas.
Se me da bien la música, sé entretener, puedo ser útil. Tal vez podría vivir en paz, sin títulos, sin reverencias, sin vestidos de compromiso, sin bodas arregladas.
Pero claro…
El lado negativo del plan también estaba ahí, mirándome desde cada esquina:
Solo borrachos, armas, gritos, sudor, sol, virus, enfermedades…
<<Wákala>>
Un escalofrío me recorrió la espalda solo de pensarlo.
A medida que avanzaba, el bullicio del mercado se hacía más fuerte. Calles llenas de toldos, humo de parrillas, olor a sal, pescado y especias raras. Gente regateando, gente gritando, gente corriendo porque aparentemente otro pirata intentó robar un pan.
Un ambiente… pintoresco.
Un ambiente en el que yo no encajaba ni queriendo.
El frío empezó a calarme los huesos —porque claro, aparentemente aquí el clima cambiaba cada diez metros— así que ajusté la capa sobre mis hombros.
Necesitaba un lugar para dormir.
Un sitio donde no me apuñalarm en la noche.
Un sitio donde quizá pudiera pensar, planear, dibujar, ordenar mis ideas… y decidir qué maldita tripulación sería digna de mí.
<<Vamos, Oriel. Sobrevivir el primer día. Después vemos el resto.>>
Respiré hondo, intentando ignorar el olor a ron mezclado con pescado, y seguí caminando hacia las antorchas que marcaban el comienzo de la calle principal.
Era verdad lo que decían:
El clima, el ruido, la gente…
Todo era diferente aquí.
Y aun así…
Había algo en este caos que se sentía extrañamente como libertad.