Caminar por el puerto era como intentar orientarse dentro de un mercado en pleno incendio: ruido por todas partes, personas empujando, risas, gritos, el sonido de cajas, barriles y conversaciones que no se parecían en nada a los banquetes del palacio. El olor a sal se mezclaba con alcohol, aceite y pescado frito, y yo iba cargando mi pequeña bolsa como si fuera un tesoro real.
Buscaba un lugar para dormir; cualquier cosa serviría… o eso intentaba convencerme.
El área de hoteles del puerto se veía tan caótica como todo lo demás. Había edificios de madera inclinados, otros con ventanas rotas, otros que parecían a punto de derrumbarse si alguien respiraba fuerte cerca.
Entré al primero que vi que no parecía directamente mortal.
Una campana oxidada sonó cuando abrí la puerta. El dueño, un hombre mayor con barba tan larga que podría usarse para limpiar el piso, me miró de arriba abajo sin disimular.
—¿Una habitación o vienes a venderme algo? —preguntó, sin moverse del mostrador.
—Una habitación —respondí, intentando sonar seguro, aunque debía parecer un noble disfrazado de pobre.
<<Lo chistoso es que es verdad.>>
El hombre extendió la mano.
—Una moneda la noche. Nada incluido.
Busqué en mi bolsillo, saqué una de las pocas monedas que tenía y la dejé en su palma. Él la mordió para asegurarse de que fuese real —algo que jamás había visto en palacio— y luego señaló las escaleras.
<<Gente rara…>>
—Tercera puerta a la izquierda. No rompas nada. Y si ves una rata, ignórala.
Tragué saliva.
<<Maravilloso.>>
La habitación era… bueno, “media decente” era generoso.
El olor a sal se filtraba por todos lados, como si las paredes hubieran absorbido años enteros de tormentas. La cortina rota se movía con el viento como un fantasma cansado, y la cama… la cama crujía incluso cuando la miraba.
<<Es mejor que dormir afuera… y le da un aire pintoresco.>>
Me arrodillé y abrí la bolsa. No tenía mucho para revisar: una camisa extra, el pequeño cuaderno donde solía dibujar cuando nadie me veía —el único hábito que realmente me hacía sentir yo mismo—, un par de lápices gastados… y el collar.
Me detuve.
Como siempre que lo tocaba, el aire pareció cambiar.
Tomé el collar con ambas manos, sintiendo el borde frío de la pequeña pieza metálica contra mi piel. A pesar de los años, seguía intacto. No como yo. No como mi vida.
La cuerda estaba algo desgastada, pero aún fuerte. Aún capaz de sostener un recuerdo.
Me senté en la cama —que crujió de inmediato— y levanté el collar para verlo mejor. La luz que entraba por la ventana lo iluminó apenas, suficiente para revivir un rostro que mi memoria había ido desdibujando con los años.
Un pequeño muelle.
Una niña riendo.
Dos niños que se prometen cosas que no entienden, pero que sienten profundamente.
“Cuando crezcamos, volveremos a vernos. Te lo juro.”
La voz era suave en mi mente, como si alguien la hubiese guardado en un frasco y la destapara cada vez que sostenía ese collar.
Lo apreté contra mi pecho.
Sentí la punzada de algo que había intentado ignorar durante años: la sensación de haber perdido algo importante, incluso antes de saber lo que significaba perder.
—Te encontraré —murmuré sin pensarlo, y el sonido de mi propia voz en esa habitación vacía me hizo sentir más solo y, a la vez, más decidido que nunca—. Cueste lo que cueste.
Por primera vez en días, mi respiración se calmó.
No tenía un reino. No tenía un futuro claro. No tenía más que lo que cabía en esa bolsa.
Pero tenía una promesa.
Y una promesa, a veces, vale más que una corona.
Guardé el collar con cuidado, como si fuese la joya más valiosa del mundo, y me levanté.
Me sacudí el polvo imaginario de la ropa —una costumbre inútil de príncipe que aún no desaparecía— y observé la habitación una última vez.
La cama hundida.
La cortina rota.
Las paredes húmedas.
Y aun así…
<<Es mejor que dormir afuera.>>
O eso intentaba convencerme.
Me puse la bolsa al hombro y salí. El pasillo olía a ron viejo y a madera mojada. Bajé las escaleras, que temblaron como si fueran a desplomarse, y empujé la puerta del hotel.
El puerto me golpeó con su caos habitual: voces, risas, insultos, el sonido de barriles arrastrándose, y el olor a pescado frito mezclado con sudor y alcohol.
Necesitaba trabajo.
Eso era lo siguiente.