Entré a la posada donde me estaba alojando. No es la mejor habitación del mundo, pero sirve… aunque extraño mi habitación del palacio.
<<Bueno… “libre”, pero oliendo a pescado todos los días>> suspiré.
A veces extraño mi vida en la realeza—qué mentira más grande. Solo extraño mi habitación. Y mi camita. Mi hermosa, cómoda y cara camita.
Empujé la puerta. Mi cuarto seguía igual a como lo dejé: pequeño, algo polvoriento, con una ventana que no abría del todo y una cama tan dura que, si me quedaba dormido de lado, me levantaba con la columna pidiendo auxilio.
Pero hoy había algo raro.
Un papel.
En la cama.
Doblado perfectamente.
Muy perfectamente para ser cosa de esta posada.
Me acerqué con cautela, como si el papel fuera a morderme. Lo tomé y lo abrí. Allí estaba, una figura dibujada con tinta negra, un círculo con una línea cruzándolo justo por el medio.
Me quedé mirándolo.
Silencio.
<<Qué suerte la mía>>, pensé con el nivel de ironía más alto que he logrado producir desde que estoy en la isla.
Porque ese símbolo solo significa una cosa problemas. Problemas grandes. Problemas que normalmente hacen que mi nombre aparezca en un pergamino con la palabra “desaparecido” al lado o en un cartel de "Se busca".
Pero sinceramente… que mi yo del futuro se preocupe.
Mi yo del presente está cansado, huele a sal, y solo quiere dormir.
Dejé el papel en la mesa, me tiré de espaldas en la cama—la cual hizo un sonido preocupante, como si fuera a colapsar—y cerré los ojos.
Tal vez mañana tenga un barco.
Un barco enorme.
Brillante.
Con velas negras ondeando al viento, como en esos dibujos que tenía escondidos detrás de mis libros del palacio.
Sí, un barco. Y yo capitán.
Ajá, claro. Seguro.
Me acomodé mejor, abrazando la almohada que olía un poco a humedad, un poco a tabaco y un poco a que jamás la lavan.
—Que mañana sea otro día… —murmuré medio dormido, esperando que mis problemas no me persiguieran en sueños.
Porque dormir, al menos, todavía es gratis.
(Al día siguiente)
Desperté con un dolor de espalda terrible.
De esos que te hacen replantearte si dormir en el suelo hubiera sido mejor que esa cosa que se hace llamar cama.
Al estirarme, mis músculos literalmente gritaron por auxilio.
Giré un poco la espalda y mis huesos hicieron crack-crack-crack.
Hermosa sinfonía matutina.
Suspiré y me incorporé.
Ahí comenzó mi… digamos mini rutina.
Primero me estiré como si fuera un gato viejo.
Luego rodé los hombros, intenté tocarme los pies (fallé, obviamente), di un par de saltos y casi me caigo.
Todo muy elegante.
Después tomé lo más importante: mi collar.
Un collar sencillo, con un pequeño colgante de metal en forma de estrella.
Me lo coloco todos los días.
No por moda…
sino porque fue un regalo de la niña que sigo buscando.
La única pista que tengo de ella.
Cada vez que lo siento contra mi piel, recuerdo su risa…
y recuerdo que todavía no puedo rendirme.
Me miré en el espejo roto de la posada.
—Otro día más… supongo —murmuré.
<<Quizá hoy sí llegue a bañarme. O quizá Edrik me tire un balde de agua encima y ya>>
Con ese pensamiento reconfortante, salí.
La posada no era la mejor habitación del mundo, pero servía.
Extrañaba mi cama en el palacio…
bueno, solo mi cama.
Todo lo demás podía quemarse.
Caminé hacia la taberna pasando por el mercado, esquivando vendedores, pescadores y un niño que intentó venderme un pez vivo que casi me muerde.
Y entonces lo vi entre dos barcos mercantes:
El Merodeador Nocturno.
Oscuro, majestuoso, como si dominara todo el muelle.
La madera negra atrapaba la luz del sol de una forma casi arrogante.
<<Qué hermoso barco…>>
Seguí caminando sin perderlo de vista hasta que desapareció entre la niebla salina.