El principe de las rosas

Ebano Negro

Seguía esperando, atrapada en aquella mansión llena de niños, de diferentes edades, razas, estaturas y colores. Todos cuidados por mujeres de diferentes edades, razas, estaturas y colores. Recordaba llegar allí después de su último paseo con su padre. Él se despidió, prometiendo que regresaría, pero era muy pequeña entonces. Tan pequeña, que de a poco olvidó su rostro, pero no aquel elegante broche que usaba sobre su chaleco azul. Ese día lo usaba, junto a otras muchas medallas que ganó por cosas que ella no recordaba, no le interesaban tanto como ese broche en forma de rosa.

Recordaba la historia que su padre le contó muchas veces. Esa rosa violeta, con bordes de oro, fue el obsequio de bodas que su esposa le dio aquel día tan especial, prometiendo que, sin importar donde estuviese, ella lo acompañaría. Cada vez que le contaba esa historia, le prometía que, el día de su boda, aquel destinado a protegerla le obsequiaría uno exactamente igual. Aguardaba ansiosa ese momento, mientras esperaba que su padre volviera por ella, mirando a los niños cambiar y crecer; ir y venir.

No recordaba cuanto estuvo esperando, pero tal vez no era tanto como ella creía, a fin de cuentas, los niños no son buenos llevando el tiempo y aún menos si hay otros niños para jugar. Sin embargo, el día que las cartas de su padre fueron reemplazadas por una nota de pésame, una rosa y una larga conversación con una de las señoritas, ella dejó de contar las mañanas. Poco después, descubrió al niño extraño que no iba a la cama con el resto y recordó que era su sexta primavera en la mansión. Aunque se lo mencionó a las señoritas, ningún niño encajaba en la descripción.

Aquel extraño personaje, caminaba por el patio mirando a otros niños y llevando notas en un cuaderno, pero siempre desaparecía antes de la hora de cenar. Su insistencia acabó por colmar a las maestras, llevando su hastío al mismo nivel de la frustración que ella sentía, pues nadie le creía, aun después de que otros pequeños hubiesen dicho que realmente vieron al extraño niño del cuaderno y que incluso conversaron con él. Los días lluviosos, era el único que deambulaba entre los juegos, cubierto con un poncho azul y botas cafés, parecía examinar los juguetes, pero Daiana ya no lo mencionaba; no después de que una de las señoritas la amenazara con alejarla de las ventanas para siempre.

Después de que todos los niños negaran haber visto al chiquillo del cuaderno, Daiana se empeñó en atraparlo para llevarlo con las señoritas, pero por más que lo seguía, acababa perdiéndolo de vista al borde de la propiedad. Intentó ponerle trampas, pero acabó castigada cuando otro niño salió lastimado y los dulces no sirvieron para atraerlo, por lo que, decidió darse por vencida. Curiosamente, poco después empezó a verlo de pie en el mismo lugar.

Ya no caminaba entre los juegos, ni conversaba con los niños o llevaba el cuaderno, simplemente, permanecía de pie junto al ébano seco al final del patio, mirándolos jugar. No obstante, como acercarse al árbol estaba prohibido, ella solo le devolvía la mirada. Hasta una tarde en la que las señoritas los llamaron para entrar, Daiana notó que aquel pequeño daba la espalda y algo brillante caía de su bolsillo. No se atrevió a buscarlo en ese momento, pues el sol se ocultaba y el árbol lucía sombrío, sin embargo, cuando salieron a jugar en la mañana corrió a ver que era.

Dio un vistazo al patio de juegos, y como las señoritas no la estaban mirando, se animó a dar vuelta al inmenso árbol, pero en lugar de un objeto, se encontró con el curioso niño, de cabellos azulados, ojos de un brillante tono ámbar y sonrisa dulce; con un libro de historias en su regazo. En un vistazo, Daiana reconoció el tomo, como uno que guardaba en la biblioteca de su habitación, en la casa de sus padres, y que aún llevaba su nombre en la portada.

—Ese libro es mío —dijo sorprendida—. ¿Cómo lo conseguiste?

—Lo tomé prestado —respondió cortés.

—¿Estuviste en mi habitación? —preguntó entusiasmada.

—No —contestó divertido—. Lo tomé del jardín y me ayudó a encontrarte.

—¿Encontrarme? —interrogó desconfiada.

—Sí —respondió feliz—. Es que, necesito tu ayuda.

—¿Mi ayuda? —preguntó confundida—. ¿Acaso no puedes venir con las señoritas? Ellas ayudan a los niños.

—No —dijo tajante—. Ellas no pueden ayudarme, son muy mayores y ya no creen. Yo necesito tu ayuda, porque tú sí crees en los cuentos.

Ante sus ojos, el pequeño abrió el libro, pero ya no estaba como antes. En lugar de las historias que su padre le leía para dormir, el libro le mostró imágenes de los recuerdos que casi había perdido. Su padre leyendo para ella cada noche; su pequeño castillo en el patio, desde cuyo balcón se proclamaba como reina de sus juguetes; la mesa en la que tomaba el té, rodeada de muñecas que le hacían compañía, y un príncipe de trapo con el que bailaba, hasta que su padre la cargaba para bailar con ella.

Mientras Daiana miraba sorprendida, el pequeño se detuvo en una página en la que ella buscaba algo en un estanque.

—Supe que incluso besaste un sapo una vez —comentó divertido.

—No lo haré de nuevo, me enfermé por eso.

—Lo sé, pero si crees que los príncipes existen, ¿verdad? —interrogó esperanzado.

—Sí, en algún lugar —dijo con un triste suspiro.

—Por eso necesito tu ayuda —indicó entusiasmado—. Yo descubrí que tú puedes hacerlo.



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En el texto hay: rosas, secretos, recuerdos

Editado: 13.09.2025

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