Daiana casi no lo podía creer, era un palacio, un auténtico palacio, con sus columnas, sus largas cortinas y pasillos, los guardias inmóviles y vigilantes en las esquinas, todo justo como imaginó. Incluso había estatuas, ventanales gigantes y enormes puertas por todas partes. Sin embargo, lo que resaltaba, por sobre todo, eran las rosas blancas y rojas, que crecían a placer, enredándose en las columnas, los marcos y las barandas. Había rosales en casi cualquier superficie, salvo las alfombras, pues parecían respetar los lugares transitados.
Creyó que se desmayaría, pero al estar frente a la puerta del gran salón, Gialo la hizo recuperar la compostura.
—Ahora ponme mucha atención —dijo mientras le sacudía el cabello—. Hagas lo que hagas, nunca le digas niño a su majestad. Ten cuidado con esa palabra.
—¿Niño? —interrogó confundida.
—Jamás lo hagas —insistió con firmeza.
—Está bien.
Gialo no tuvo tiempo de levantar la mano, pues el sonido de las trompetas anunció que se encontraba allí.
—Gialo —gritó el rey impetuoso—. Entra de una buena vez.
El caballero dio un salto en su lugar y por poco suelta un grito. Mientras se sostenía el pecho para pasar el susto, detuvo a Daiana para que lo esperase un momento y, conteniendo la risa el portero abrió deprisa. La joven estaba desconcertada, pues, aun con las palabras de Gialo en mente, no pudo negar que la voz que llenó el aire, era la de un crío.
—Gialo, algo huele muy dulce —dijo entusiasmado—. ¿Qué es?
—Es la amistad que le mencioné, majestad —respondió aliviado.
—Muéstramela —exigió aplaudiendo.
—De inmediato.
El caballero hizo pasar a Daiana y la puso frente a él, pero ella no alcanzaba a ver al rey tras la cortina que lo ocultaba.
—¿Es esta criatura la amistad de Gialo? —interrogó el soberano con un deje de desconcierto.
—Sí —respondió orgulloso—. Es una amistad magnífica. Sabe hacer muchas cosas. Tiene una imaginación deslumbrante, es muy atenta y…
—¿Es solo tuya? —interrumpió con un deje de molestia.
—Así es —afirmó satisfecho.
—¡No es justo! —chilló el rey.
En ese momento, Daiana sintió un escalofrío, pues la voz era sin duda la de un niño, y aunque de alguna forma parecía distinto, al mismo tiempo daba la sensación de estar a punto de armar un berrinche. A pesar de ello, Gialo conservaba la calma por entero.
—¿Qué no es justo, majestad? —interrogó con fingida preocupación.
—¿No puede ser mi amistad? —preguntó caprichoso.
—Pero claro, majestad —exclamó falsamente ofendido—. Gialo puede obsequiársela al rey. Mi amistad es ahora suya.
—Qué bien —exclamó entusiasmado.
—Le aseguro, majestad, que se divertirá mucho con su nueva amistad —dijo satisfecho y acercándose al oído de Daiana susurró—. Lo que te pida, sopésalo con la razón y el corazón, antes de actuar. Y hagas lo que hagas, no le digas niño.
—¿Te vas? —musitó nerviosa.
—Así es, pero no hay nada de que preocuparse —aseguró felizmente—. Estarás perfectamente bien, hasta luego. Con permiso, majestad.
—Te veo en la cena, Gialo.
—Así será, mi señor —exclamó felizmente.
Luego de que el caballero dejará el salón, Daiana comprendió su severa advertencia, pues fue un niño de quizás diez años, quien, radiante de alegría, salió de detrás de la cortina y se acercó a ella con una sonrisa, dando vueltas a su alrededor, mientras la examinaba de pies a cabeza. Tenía un encantador semblante infantil, unos brillantes ojos rojizos y una larga cabellera oscura, sujeta en una trenza con un broche de oro en forma de rosa, que de inmediato llamó su atención. Movida por un impulso, Daiana le colocó la mano en la cabeza con cariño, procurando no mover la elegante corona que asomaba entre los cabellos.
El pequeño, desconcertado, permaneció observándola en silencio por un momento, pero Daiana no se movió y sonrió cuando él lo hizo.
—Eres muy bonita —dijo con alegría—. ¿Cómo te llamas?
—Daiana —respondió cortés—. Un placer, majestad.
—Qué nombre tan bonito, me agrada —exclamó emocionado—. Yo me llamo Artem. ¿Sabes jugar va?
—No —dijo divertida—, pero de seguro su majestad podría enseñarme.
—¿Yo? —interrogó confundido.
—Claro —aseguró sin titubear—. Usted juega, ¿no es así?
—Por supuesto —dijo orgulloso y poniéndose la mano en el pecho añadió—. Soy el mejor de todos.
—Entonces sí podrá enseñarme.
—Definitivamente —exclamó decidido—. Déjame ver, yo preguntare primero, así que tú di va.
—¿Va? —interrogó confundida.
—Pero no en forma de pregunta —corrigió Artem a toda prisa.
—Ahora entiendo —exclamó con una risita—. Muy bien. Va.
—¿A dónde va? —interrogó divertido—. Ahora tú dices un lugar.
Editado: 23.09.2025