En la mañana, fue despertada por un rayo de sol que cruzó entre las cortinas de su balcón.
—Qué tarde es —exclamó alarmada saliendo de la cama.
Se arregló lo más rápido que pudo y prácticamente corrió al comedor, pero al llegar le sorprendió que nadie estuviese allí. El desayuno no estaba por ser servido y todo el palacio era un mar de silencio. Curiosa, comenzó a deambular, mirando a su alrededor y conforme paseaba llamó su atención que, muy a pesar de que las enredaderas florecían por todos lados, no todos los salones tenían rosas, de hecho, en muchos de ellos, no había ni siquiera una flor. El comedor tenía las paredes cubiertas de enredaderas, pero solo en el candil había flores.
El gran salón, solo tenía plantas alrededor del trono, pero el resto de las paredes estaban despejadas. Los pasillos tenían enredaderas hasta el techo, aunque solo en algunas esquinas las flores crecían a su antojo y todas las ventanas y sus cortinas, estaban completamente libres. En el recibidor, donde estaba la puerta principal, se alzaba una estatua, tan cubierta de rosas, que era difícil de distinguir, no obstante, podía divisarse la figura de una criatura semejante a un ángel, que, en la punta de su pie izquierdo, con las alas extendidas, alzaba la mano derecha como intentando alcanzar el cielo.
En vano trató Daiana de ver su rostro, los rosales se aferraban a la piedra con tal fuerza, que la estatua llena de grietas solo se mantenía en su lugar gracias a las raíces. Después de un largo paseo por el palacio, llegó al jardín principal, donde las rosas parecían más vivaces. Eran de colores variados, pero a diferencia de las que crecían dentro del palacio, muchas estaban marchitas. Se acercó a tomar una, de un violeta resplandeciente, cuando la voz de un caballero la detuvo.
—No haga eso, por favor —solicitó alarmado un hombre de cabellos rubios, ojos azules y overol verde—. Esa ha aparecido apenas anoche.
—Lo lamento —dijo nerviosa—. Es que es realmente hermosa.
—Sí —sonrió esperanzado—. Pero no debe quitarlas. Ninguna de ellas.
—¿Por qué no? —interrogó curiosa.
—Cada rosa representa una de las alegrías de su príncipe —explicó mirando a su alrededor—. Si las quita, estará robando su felicidad.
Ante tales palabras, Daiana entrelazó sus manos tan rápido como pudo y se aseguró de no haber pisado ninguna flor.
—Pero, si lo que dices es cierto —comentó mirando a su alrededor—. ¿Por qué hay tantas marchitas?
—Mi señor no ha estado de buen ánimo —dijo con pesar—. Una vez que la tristeza lo inunda, las cosas que antes lo hacían feliz, dejan de ser suficiente y las flores se marchitan.
—Entiendo —musitó anonadada—. Entonces, ¿ese es el favor sin nombre?
—Y, ¿qué hace levantada a esta hora? —interrogó distrayéndola.
—Pensé que el rey…
—¿Ese muchacho? —interrumpió divertido—. No, él aún está dormido. Aunque no debe tardar en despertar.
—Y casi me muero del susto porque pensé que me había levantado tarde —reclamó indignada—. ¿Cómo puedo saber que se levantó?
—¿Ve ese balcón? —dijo señalando hacia el tercer piso—. Esa es su alcoba. Cuando se levanta veo su sombra en la cortina. Si espera un poco podrá verla.
—¿Qué tanto? —preguntó atenta.
—Justamente, ahora.
Cuando la voz del caballero se silenció, Daiana vio una silueta alta y delgada, semejante a la de un joven, que se estiró un momento y continuó. Daiana permaneció inmóvil y pensativa, pero al recordar las palabras de Gialo y los gestos de Artem, vio en el jardinero la oportunidad de satisfacer su curiosidad.
—Ese no es el rey —comentó a toda prisa.
—Por supuesto que sí —dijo el caballero sin titubear—. Así es en realidad, pero su aspecto cambia. Pocos saben cómo luce realmente. El que podría describírtelo con detalle, es Gialo. Yo lo he visto un par de veces, nada más.
—Comprendo —dijo intrigada.
—Será mejor que vuelva a la alcoba —señaló el caballero preocupado—. Ya la reconocí. Es la dama que vino con Gialo, la amistad del rey. Si él no la encuentra, se formará un alboroto.
—Es verdad —exclamó alarmada—. Muchas gracias.
—Ha sido un placer, madame —dijo cortés.
Daiana corrió escaleras arriba, procurando recordar cómo volver y se sintió intrigada al notar que, en el descanso de las primeras escaleras, cuando se sintió confundida sobre qué dirección tomar, las enredaderas se inclinaron a la derecha para señalarle el camino. Subió a toda prisa, pero antes de doblar hacia el pasillo que buscaba, se encontró con el mago, quien rápidamente usó su bastón para enredarla, haciéndola dar un giro y perder de vista el camino por un momento. Cuando Daiana trató de volverse para continuar, Onfer llamó su atención.
—Buenos días, madame —dijo con fingida cortesía.
—Buenos días —respondió Daiana deprisa.
—Le importaría decirme, ¿de dónde viene? —interrogó con cautela.
—Del jardín.
—No, no —exclamó con molestia—. Me refería al lugar donde nació. ¿Quiénes son sus padres?
Editado: 23.09.2025