Tumbada en la cama de Artem, miraba las rosas del candil a través de las enredaderas del tejado, mientras intentaba dejar de lado las preocupaciones, recordando que aquel que partió con Gialo, aun con esa apariencia infantil, era en realidad el rey. Ese pensamiento la llevó a preguntarse los motivos de Artem, para escudarse tras la imagen de un pequeño inofensivo. ¿Acaso era su verdadera apariencia capaz de causar temor? Su silueta no parecía aterradora, sin embargo, muchas cosas se escondían en la sombra. Intentando imaginar la imagen del rey, se sentó de golpe al pensar que no vio retratos de él en palacio.
Recordaba los pasillos por los que caminaba para llegar al jardín, el comedor y el despacho, donde las paredes estaban cubiertas de enredaderas, que no tapaban las pinturas, pero ninguna de ellas era un retrato del rey. Se tropezó con varios retratos en sus caminatas, pero incluso sin ponerles atención, supo que él no estaba entre ellos. Miró las paredes de la habitación y, rápidamente, descubrió una pintura escondida bajo las enredaderas e imitando lo que Artem hizo para tomar la corona y el broche, acercó la mano a la pared descubriendo un nuevo retrato.
En la imagen se distinguían tres personas, un caballero que llevaba sobre su cabeza la corona del rey, una dama, con otra diadema muy similar a la primera y de pie, entre ellos, Artem. Un vistazo fue más que suficiente para saber que eran sus padres, pues heredó varias de sus características. El oscuro cabello de su madre, que era opuesto a la blanca trenza del antiguo rey, de quien Artem heredó los matices rojizos de sus ojos, distintos a los intensos verdes de ella. Fue sencillo distinguir que tenía la fina nariz de su madre y los elegantes labios de su padre.
Observándolos, intentaba hacerse una imagen mental del rey, cuando un alboroto la distrajo. Se acercó al balcón a toda prisa y vio un batallón que corría en dirección al final del jardín, donde una criatura sobrevolaba el bosque y, a pesar de la distancia, en el momento en que permaneció inmóvil, Daiana divisó las imponentes alas cuya envergadura, dificultaba comprender el cuerpo. No obstante, en el momento en que una flecha fue disparada al aire y la criatura consiguió atraparla, Daiana reconoció la silueta de un caballero. La imagen de la estatua del recibidor cruzó su mente entonces.
Imaginó que se trataba de un guardián de piedra, capaz de volver a la vida cuando se le requería, y enarboló una inmensa sonrisa al verlo dar un par de vueltas sobre el lugar, antes de regresar al palacio. No pasó lo bastante cerca del balcón para distinguirlo, pero sabía que debía estar en el recibidor, por lo que pensó en salir a verlo, antes de que se volviese de piedra. Sin embargo, al darse vuelta, un resplandeciente puñado de hojas agrupadas en la esquina del balcón captó su atención. Al acercarse lo suficiente, descubrió que se trataba de una rosa solitaria, que ellas ocultaban con cuidado.
Maravillada, acercó la mano para sostenerla y en un parpadeo la risa de Artem la hizo volverse, sin embargo, el pequeño que vio ante ella, no era el rey con el que se divertía, sino el príncipe aún muy pequeño, quien, alzado por su madre era mimado en un abrazo cariñoso y bañado de besos.
—Mi hermoso niño ya es lo bastante grande para tener su alcoba —dijo orgullosa—. Ya duermes en tu propia cama. Creces tan sano, mi amor. ¿Te gusta tu nueva habitación?
—Sí —respondió entre risas—. Es muy bonita. Me gusta nuestro retrato.
—A mí también —rio satisfecha—. Pero quiero que sepas, que no importa si ya eres un niño grande, puedes ir a dormir con nosotros, cuando quieras.
—¿De verdad? —interrogó sorprendido.
—Por supuesto que sí, mi amor —dijo al tiempo que miraba hacia el jardín—. Vamos, tu padre debe estar por llegar.
Daiana los vio entrar y en un destello del sol, confirmó que el cabello de la reina era del mismo tono verdoso que el de su pequeño. Con otro parpadeó pudo ver el balcón vacío una vez más y la voz de Artem la hizo volver en sí, levantándose a toda prisa para entrar a la habitación.
—¿Estás bien? —preguntó ansiosa, señalando una mancha roja en su ropa.
—Sí —dijo despreocupado—. Me manchó un prisionero. Me cambiaré y bajamos a cenar. No tardo.
—Magnífico.
El alboroto en la cena la sorprendió. Todos celebraban que los intrusos estuviesen encerrados y brindaban porque el palacio se encontraba a salvo. Pensando en ello, al dejar el comedor, Daiana tomó la mano de Artem y, rápidamente, lo arrastró al recibidor, pero al notar que la estatua y las flores estaban exactamente igual que antes, dudó sobre su idea.
—¿Sucede algo? —interrogó confundido—. ¿Qué hacemos aquí?
—Esa estatua —dijo señalando la figura—. ¿Se ha movido?
—Lo dudo —silabeó pensativo—. No se supone que se mueva. Siempre ha sido una estatua.
—¿Por qué está rota? —preguntó avergonzada, tratando de desviar el tema.
—La despedazó un traidor y aunque todavía no reúno los pedazos, ya no faltan tantos —respondió con un suspiro—. Espero poder restaurarla.
—Imagine que podía moverse —musitó con una risita.
—No —dijo confundido—. No puede, pero así debe ser. ¿Me contarás una historia para dormir? —interrogó ahogando un bostezo.
—Por supuesto —respondió emocionada—. Vamos.
Editado: 23.09.2025