El principe de las rosas

Bedona y Arfaim

Flohyren era un mundo con variadas especies, en el cual, dominaban criaturas de íntima relación con el reino vegetal. Este mundo, que a simple vista parecía solo uno más, era en realidad una encrucijada entre muchos otros, pues las plantas eran un lazo en común. Incluso siendo distintas y variadas en cada mundo, los habitantes de Flohyren se podían relacionar fácilmente con aquellos de otros mundos, gracias a ese lazo y los reyes, desde los primeros tiempos, abrían las puertas entre mundos, como una estrategia para que su propio mundo creciese.

No obstante, existían puertas que permanecían selladas. Algunas llevaban a lugares demasiado peligrosos, otras resultaban imposibles de abrir y muchas, simplemente, quedaron en lista de espera, pues dejaron de abrirlas por temor a los invasores; hasta que el rey Firius se hizo con la corona. Él fue el primero en instaurar un equipo de exploradores y otro de embajadores, capacitados para mejorar las posibilidades de establecer alianzas con los habitantes de otros mundos. Incluso llegó a visitar varios de ellos, hizo amistad con otros reyes y gobernantes, y escribió libros sobre esos lugares.

Ocupado con sus viajes y aventuras, el rey Firius dejó la tarea de tener descendientes hasta casi quedarse sin tiempo y solo tuvo dos herederos, porque tomó la decisión de no germinar ni un vástago más. Ambos capullos crecieron juntos, abriendo con apenas unos días de diferencia, y de ambos nacieron niñas. La primera, de cabellos cafés y ojos verdes, era rolliza y hermosa. La segunda, de cabellos y ojos verdes, nació el doble de grande y muy ruidosa. Se decía que su padre puso mucha belleza en la primera y mucha impaciencia en la segunda y que, por ello, eran tan distintas.

La hija del primer capullo fue nombrada Rosayr y la del segundo Bedona. Ambas fueron educadas como princesas, pero no aprendieron de la misma manera, pues mientras Bedona se sentaba a escuchar, Rosayr experimentaba en lo que se le explicaba y siempre hacía preguntas. Rosayr escuchaba atenta las historias de los viajes de su padre y soñaba ser como él, mientras que Bedona prefería usar vestidos elegantes y ordenar documentos importantes, pero sin correr el riesgo de cruzar las puertas de otros mundos. Mientras Rosayr acompañaba al rey a sus viajes, Bedona se quedaba en palacio.

Durante uno de los viajes del rey, Bedona paseaba junto a la muralla en los confines del palacio, llevando registro de las puertas marcadas y notó que una de ellas estaba deformada y agrietada; como si algo hubiese intentado abrirla a la fuerza desde el otro lado. Aquello le resultaba insólito, pues en los registros se decía que, tras esa puerta, no había nada más que un inmenso cielo despejado y una larga caída hacia el vacío, y Bedona sabía que era cierto, pues ella abría de vez en cuando para confirmar que todo continuara igual. Sin embargo, en esa ocasión, encontró a un extraño en el dintel.

La princesa supuso que él, por estar de curioso, intentó descubrir ese mundo, y al verse atrapado, quiso romper la puerta para volver. Asegurándose de no empujarlo al vacío, lo arrastró lejos del borde, antes de llamar a los guardias para que lo encerraran y encargarle a un grupo de carpinteros que repararan la entrada. En Flohyren el precio por abrir las puertas sin permiso real era el exilio, pero como su padre no estaba en palacio, Bedona decidió ser benevolente y dejarlo ir con una advertencia, sin embargo, el capitán le comentó que eso iba a resultar imposible.

Aun después de tres días el prisionero continuaba inconsciente y, temiendo que estuviese enfermo de algún mal de ese otro mundo, Bedona hizo llamar al médico, solo para descubrir que el extraño, no era un habitante de Flohyren que estuviese curioseando, sino un extranjero. Después de llamar a un conocedor de especies, numerar todas las características de la criatura y descubrir que tampoco era habitante de alguno de los mundos con los que ya se habían hecho lazos, Bedona sintió que su mundo se le venía encima.

—Mi padre me condenará al exilio —gritó angustiada, levantándose de su silla—. No debí abrir esa puerta. No debí pedir que lo encerraran…

—Majestad, usted tiene permiso de abrir las puertas —comentó el doctor intentando calmarla.

—No creo que su padre la encierre —soltó el experto mirándola dar vueltas por el despacho.

—¿Qué pasará si es peligroso? —chilló angustiada parando de golpe—. Seré la responsable de una catástrofe.

—¿Por qué tiene que ser tan negativa? —interrogó el médico—. Encerrado no puede hacer nada. Además, usted ha hecho algo magnífico, majestad. Podría llegar a ser una embajadora.

—Yo no quiero ser embajadora —soltó furiosa tomándose los cabellos—. Eso significa ir a ese lugar, donde podría haber cualquier cosa. Se supone que Rosayr sería la responsable de eso, no yo.

—Majestad, cálmese, por favor —solicitó el médico preocupado—. Si se enferma todo acabará por empeorar.

—¿Qué le voy a decir a mi padre? —preguntó a punto de romper en llanto.

—Que trataba de ayudar a alguien —dijo el experto en especies—. Eso no tiene nada de malo. Porque en realidad sí necesita mucha ayuda. Los de su especie deben ser muy resistentes, pero no creo que soporte más.

—¿Mucha? —interrogó preocupada.

—Valiéndome de mi conocimiento —respondió pensativo— y de algunas características que compartimos, puedo decir que tiene un buen tiempo sin comer, varios huesos rotos y muchos golpes. No es prudente dejarlo sin ayuda.



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En el texto hay: rosas, secretos, recuerdos

Editado: 23.09.2025

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