Era pasada la hora de la merienda cuando dejaron el palacio, por lo que el sol iniciaba su descenso. Artem suspiraba cada tanto y aunque ambos permanecían en silencio, los pensamientos de Daiana eran un huracán de preguntas que estaba a punto de arrasar con la calma del paseo. Quería saber qué estaba pasando por la mente de Artem, pero no podía solo meterse en su cabeza, y romper el silencio le parecía tan inadecuado que si bien se convirtió en una poderosa mordaza, estaba por hacerse pedazos, cuando Artem señaló una colina.
—Ya casi llegamos —dijo paciente.
—¿A dónde? —preguntó confundida.
—Quería solo caminar sin rumbo por un rato —reconoció con un suspiro—, pero recordé que hoy las mariposas se van.
—¿Regresan al sur?
—En realidad, van a un mundo distinto —respondió con una ligera sonrisa—. Cruzan una puerta muy grande y regresan al lugar donde ponen sus huevecillos.
—¿Por qué vienen hasta aquí?
—Nadie lo sabe con exactitud —dijo encogiéndose de hombros—. Se dice que la primera vez que esa puerta se abrió, no vinieron, comenzaron a llegar con el pasar del tiempo. Luego se volvió algo habitual y al final se transformó en una celebración.
—¿Quién decidió que sería una celebración? —interrogó curiosa.
—Uno de los antepasados del abuelo Firius —contestó pensativo—, pero no recuerdo quién. Llegan al atardecer y en el momento en que el sol empieza a desaparecer y la luna a salir, alzan el vuelo para irse de nuevo.
Al llegar a la cima, Daiana miró la ciudad con agrado. Aunque era una colina más baja que la que subieron estando con Bliud, podía admirarse casi hasta las murallas. Artem se sentó en el suelo y una vez más permaneció en silencio, pero Daiana sacó provecho de un suspiro que se le escapó.
—¿En qué piensas? —soltó después de finalmente elegir una pregunta.
—No sé qué responderte —confesó apesadumbrado.
—¿Acaso son demasiados pensamientos?
—Parece una burla, pero no —suspiró resignado y ante la expresión de desconcierto de Daiana continuó—. Es extraño, pero en ocasiones, se me hacen más sencillas las tareas complejas de regir un reino, que las cosas simples como responder esa pregunta.
Daiana suspiró preocupada al recordar el pesado sentimiento que Artem trataba de ahogar y del que ella tuvo un vistazo en el corazón oscuro de una rosa. Por un instante le angustió pensar al pequeño rey, ahogándose en esa terrible y abrumadora tristeza, sin saber cómo ponerla en palabras. Sin embargo, un pensamiento fugaz le recordó que Artem no era solo ese pequeño, sino el joven de la silueta en las cortinas, que hacía retroceder a Onfer, que cuidaba el reino de merodeadores y que conseguía estremecer el salón del trono con su voz y aunque eso no facilitaba esa carga, si le permitía a ella tratarlo diferente.
—Quizás es mi culpa —dijo sentándose a su lado.
—¿Cómo podría ser tu culpa?
—Hice la pregunta incorrecta —respondió divertida—. O más bien, hice una única pregunta difícil, en lugar de hacer varias más sencillas.
—¿Cuál sería una pregunta sencilla?
—¿Eso en lo que piensas, es algo nuevo? —interrogó con cautela.
—No —reconoció cabizbajo—. La verdad no.
—¿Está relacionado con el reino?
—Supongo que no —contestó encogiéndose de hombros—. En realidad no pienso al respecto cuando tengo cosas que hacer. Es más fácil dejar de pensar en eso cuando estoy ocupado.
—Entonces, ¿cuándo estás conmigo también piensas en eso?
—No —dijo con un respiro de alivio—. Es agradable estar contigo y no tener que pensar en ello.
—¿Qué te hizo pensar en ello? —preguntó con cautela.
Artem miró el horizonte, guardando silencio una vez más, mientras levantaba la mano y señalaba hacia la ciudad, atrayendo la atención de Daiana, quien se levantó curiosa y soltó una exclamación al ver la nube de mariposas alzarse en un espectáculo de colores brillantes. El cardumen reflejaba en sus alas los colores de ambos crepúsculos al mismo tiempo, creando un arcoíris en movimiento, iniciando en tonos amarillos que se oscurecían hasta dar paso a un intenso negro que reflejaba las estrellas que aparecían tras ellos.
La escena era como mirar una brillante cortina flotando al viento que, mientras se alejaba llevándose las luces del día, daba paso a los matices de la noche cubierta de estrellas.
—Eso fue hermoso —dijo Daiana al verlas desaparecer.
—¿Soy un accidente? —interrogó Artem apenas con un hilo de voz.
—¿A qué te refieres?
—No soy algo —bufó ahogando un sollozo—. Soy el resultado de la torpeza de una criatura que solo jugaba con algo que ni siquiera debió tocar. Y que además era la última de su especie.
—Podrías pensar que todo con tus padres fue un fallo —dijo arrodillándose frente a él—, pero en realidad, todos fueron sucesos maravillosos. Incluyéndote.
—Eso no es cierto —dijo molesto.
—Claro que sí —sonrió gentil—. Lo estás viendo desde el matiz incorrecto.
Editado: 05.11.2025