El principe de las rosas

Trampa

El día prometía ser apacible. Inició con un alegre desayuno, seguido por el escritorio del despacho vacío, lo que llenó de tranquilidad a Artem, quien dio la espalda al lugar y se encaminó al jardín, seguido por Daiana. Por primera vez quería deambular entre las rosas, embriagarse con su aroma e incluso, de ser posible, conversar con el jardinero. Sin embargo, antes de llegar a la puerta, uno de los guardias de Rosette se acercó al rey a toda prisa, informándole que la residencia de la joven estaba bajo ataque. A una voz, Artem hizo aparecer un batallón afuera, seguido por Gialo que llegó corriendo.

—¿Qué sucede? —interrogó el consejero preocupado.

—Debemos irnos —contestó Artem volviéndose hacia Daiana y tomándola de la mano le pidió hincarse—. En otras circunstancias, preferiría esconderte en mi habitación, pero presiento que debo dejarte seguir tu instinto. No hagas una tontería, por favor. No quiero que te lastimes.

—Está bien —sonrió gentil—. Prométeme que tendrás cuidado.

—Debo tenerlo —dijo divertido—. Aún soy el rey.

En cuanto Artem subió a su caballo, el batallón partió deprisa y Daiana abrazó con fuerza el libro entre sus manos, intentando ahogar la preocupación que comenzaba a llenarle el pecho. Aunque le confundía el deseo de Artem de ayudar a Rosette, también lo comprendía, ella era, aun si no quería serlo, parte de la poca familia que le quedaba. Regresó a la biblioteca pensativa, pero se entusiasmó de inmediato con la idea de revisar algunas de las rosas que llenaban aquel salón.

Incapaz de elegir alguna, dio un par de giros sobre sí misma, apuntando con el dedo y una rosa blanca quedó justo frente a ella al detenerse. Sonriendo emocionada, se acercó a tomarla. La voz de Arfaim la hizo dar un salto al tiempo que miraba la biblioteca cambiar a su alrededor.

—¡Bedona! —gritó el rey—. ¡Bedona!

—Arfaim, ¿estás bien? —dijo ella irrumpiendo en la biblioteca asustada—. ¿Qué sucede?

—¡Tiene alas! —gritó eufórico.

—Arfaim, por favor —exclamó indignada haciendo un gesto a los guardias para que se retiraran—. Creí que algo malo sucedía. Casi me marchito del susto. ¿Dónde está Artem?

—Aquí… —Arfaim daba vueltas mirando en todas direcciones—. No puede ser, lo dejé sentado allí.

—¿Dices que tiene alas y lo perdiste de vista? —interrogó Bedona alarmada.

—¡Por todos los vientos, Artem! —gritó Arfaim aterrado.

El rey iba a desplegar las alas cuando la risa del chiquillo los hizo volverse y pudieron verlo correr hacia ellos con un libro en sus manos. Bedona lo alzó a toda prisa abrazándolo con fuerza y Arfaim suspiró aliviado.

—No tiene alas, Arfaim —señaló disgustada.

—Esto no tiene sentido —dijo tomándolo deprisa—. Pero si yo las vi. Eran magníficas. No puede ser. ¿Qué sucedió con tus alas, retoño?

—Creo que su padre se durmió leyendo y tuvo un sueño muy bonito —sonrió Bedona—. Además, ¿no es muy pequeño aún para tener alas, Arfaim? Dijiste que tú ya no eras un niño cuando…

—Lo sé, ¿por qué supones que me sorprendí tanto? —interrogó mirando a Artem—. No entiendo qué sucedió, pero no importa, cuando tengas tus alas, podrás volar muy alto, ¿verdad, hijo?

Arfaim sonrió mientras Artem extendía sus manitas para intentar tomar la corona de entre sus cabellos. El rey lo alzó entonces por sobre su cabeza y ambos quedaron pasmados al ver que el niño cerraba los ojos, mientras las alas aparecían en su espalda y la cabellera que ya rebasaba sus hombros se desvanecía.

—Tiene alas —exclamó Bedona incrédula—. Como las tuyas, Arfaim.

—No —dijo extasiado—. Son mucho mejores.

—Aún son algo pequeñas —dijo enternecida.

—Quizás —sonrió Arfaim—, pero sin duda serán inmensas. De un verde radiante, como el cabello de su madre. Es simplemente perfecto.

Arfaim apenas podía contener la risa, pero una vez que bajó al príncipe para darle un abrazo, las alas se desvanecieron.

—Allí está la explicación —dijo Bedona divertida—. Pero ¿por qué aparecen cuando lo alzas tan arriba?

—No tengo idea —suspiró Arfaim—. En Airsem no sucedía eso. Cuando alzabas a un niño no podías ver sus alas.

—Quizás tengo una explicación —dijo sorprendida—. Aquí, cuando alzas a un retoño, puedes saber de color serán sus pétalos. Incluso antes de que aparezcan.

—Eres increíble —sonrió Arfaim abrazándolo—. Es una amalgama. Que maravilla. Eres un pequeño alucinante. Soy el padre más afortunado que haya existido jamás. No quiero soltarte nunca.

—Arfaim no lo abraces tan fuerte —advirtió nerviosa—. Lo harás llorar y mi padre vendrá a lastimarte hasta hacerlo reír.

—Cierto —dijo con una risita nerviosa—. Pero es que también es muy lindo y es difícil resistirse a abrazarlo. Deberíamos mostrarle las alas a tu padre.

—Esa es una idea magnífica —saltó emocionada—. Vamos.

—No corras, por favor.

La puerta al cerrarse fue el último vestigio de aquel recuerdo y Daiana sonrió enternecida. Justo como Lord Feiran había mencionado, para Arfaim, su hijo era alguien maravilloso, en más de una manera. Saltaba emocionada en su lugar, cuando se le ocurrió añadir eso al libro y una idea la interrumpió entonces. Motivada por la curiosidad, se asomó fuera de la biblioteca, para asegurarse de que nadie estuviese allí antes de regresar con una pregunta.



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En el texto hay: rosas, secretos, recuerdos

Editado: 24.11.2025

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