El principe de las rosas

Marionetas

Contrario a lo esperado, Rosette no se presentó en palacio antes del desayuno, sino mucho después y lo hizo de tal forma que el mismo Artem se sorprendió cuando Gialo llegó a la terraza para decirle que la joven lo esperaba en el salón del trono. Daiana los siguió nerviosa, pero en lugar de entrar con ellos, subió al balcón y permaneció en silencio.

—Sé a qué vienes —dijo Artem con serenidad al entrar al salón—. No necesito que lo pidas, pero incluso tú debes reconocer que el comportamiento de Onfer esta vez excedió lo tolerable.

—No sé con exactitud que hizo —dijo con fingida calma—. Yo estaba en la residencia de la tía Rosana ayer. Supe que estaba arrestado por un mensajero que llegó a mi casa hace poco.

—Quiero creer que estás diciéndome la verdad —suspiró con desgano mientras se sentaba en el trono—, pero me cuesta imaginar que no eres cómplice de esta fechoría.

—Tengo testigos que me ubican dónde mencioné —indicó con firmeza.

—Es verdad; sin embargo, ninguno puede garantizar que no planeaste todo con Onfer. Incluso donde estarías en caso de que algo saliera mal.

—Eso nunca sucedió —aseguró indignada—. No entiendo que fue lo que mi tío hizo, pero de seguro no fue algo tan grave. Además, si nadie salió lastimado, no hay razón para encerrarlo.

—No seas cínica, Rosette —dijo furioso mientras su voz cambiaba por completo—. Uno de tus soldados estaba en mi biblioteca, atrapado por las zarzas de palacio y aún tiene una daga en su mano. Sé muy bien cómo hacerlo hablar, pero ni siquiera me hace falta, porque los cuatro restantes confesaron, suplicando que los librarán de las espinas.

Al escuchar sus palabras, Daiana sintió un escalofrío, mientras imaginaba que el soldado pudo haber entrado cuando ella hablaba con Mariano. Con una palmada, Artem abrió las puertas del salón y las ramas de rosas entraron trayendo al hombre envuelto de pies a cabeza, incapaz de soltar su daga, tal como él mencionó.

—Quizás intentó defenderse de esa maligna planta —dijo Rosette con fastidio—. ¿O acaso negarás que ha atacado a otros?

—Nunca a un aliado —señaló Artem con firmeza—. ¿Crees que si lo obligó a hablar dirá que lo atacaron sin motivo?

—Quizás no, pero ya tienes al responsable de la intromisión en el palacio —dijo señalando al soldado—. Pudiste encerrarlo a él y no a mi tío.

—Onfer estaba con ellos —reclamó indignado.

—Quizás vino a buscarlos —sugirió volviendo el rostro—. No puedes probar que no vinieron por su propia cuenta.

—¿Los soldados de tu casa, que te obedecen ciegamente, tomaron la decisión unánime de atacar el palacio de Flohyren sin consultarte? —interrogó al borde de la ira—. ¿Siquiera escuchas lo ilógico de eso?

—Ilógico, quizás, pero no imposible —bufó contiéndase—. Además, no puedo imaginar a mi tío atacando el palacio. No sin habérmelo dicho. Y si eso no fuera suficiente, él estaba en el bosque, no lo atrapaste dentro del palacio, así que en realidad no puedes culparlo de nada.

—¿De verdad insistirás en su inocencia? —preguntó ya sin contenerse—. Cuatro soldados ya confesaron. Tu nivel de descaro es…

Antes de que Artem pudiese soltar el resto de la frase en un grito, un trozo de papel cayó a sus pies. Curioso lo levantó para examinarlo, recordando el balcón sobre su cabeza. Abrió la nota desconcertado, y reconoció la letra de Daiana. Leer sus palabras lo hizo soltar una carcajada provocando un sobresalto en Gialo y Rosette.

—Tienes razón —dijo de pronto—. Tomaré este consejo con gusto.

—¿De qué hablas? —interrogó Rosette nerviosa.

—Voy a liberar a Onfer —respondió Artem risueño—. Sin embargo, a partir de este momento vivirá en tu casa. Tiene prohibido regresar a palacio mientras yo reine y su puesto de consejero será ocupado por alguien más.

—De ninguna manera puedes hacer eso —chilló indignada.

—Puedes irte ahora, Rosette —dijo levantándose—. Enviaré a Onfer a tu casa, en una bolsa de estiércol, como prometí la última vez que conversamos.

—Pero…

—Y una cosa más —indicó amenazante saliendo de la cortina y haciéndola retroceder al acercarse, pues con ese aspecto la superaba en altura—. Por cualquier rasguño que sufra Daiana, incluso si es minúsculo, ustedes recibirán una sanción. Será mejor que unan fuerzas para evitar que se lastime o me lo van a pagar muy caro. Cierra la boca y vete ya.

—Esto no es…

—Y llévate a tus soldados contigo —dijo dando un chasquido para que las zarzas liberaran a su prisionero—. No creo que sean tan estúpidos para volver.

Aun sin salir de su asombro, Rosette abandonó el salón, desconcertada y furiosa, seguida por el soldado que caminaba de forma entrecortada. Con una amplia sonrisa, Artem recobró la apariencia del chiquillo justo antes de que Daiana se asomara al salón desde el pasadizo junto al trono.

—Lamento haberme entrometido —dijo nerviosa.

—Ya veo —musitó Gialo—. La escuchó dejar el balcón.

—Por supuesto —dijo Artem sin subir la voz—. ¿Por quién me tomas? De hecho, Daiana —comentó felizmente volviéndose—, tu idea fue muy útil.



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En el texto hay: rosas, secretos, recuerdos

Editado: 24.11.2025

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