El principe de las rosas

Semillas

La incómoda sensación de que Artem se escabulliría acabó sacando a Daiana de su sueño, bastante más temprano que de costumbre, por lo que, decidida a no dejarlo escapar, bajó lista para detenerlo y se plantó en la puerta principal del castillo. Sin embargo, mientras miraba llegar la mañana y la luz del sol comenzaba a iluminar el jardín, haciendo resplandecer las rosas, un pensamiento comenzó a rondar por su cabeza, distrayéndola de lo que pensaba decirle a Artem, para evitar que saliera enojado y sin desayunar. La idea se fijó en su mente, cuando los rayos del sol iluminaron la estatua de Arfaim.

No podía dejar de pensar al respecto y, vencida por la intriga, lanzó una pregunta al aire, consiguiendo que las zarzas le indicaran el camino. Regresó al tercer piso, pero al final de las escaleras, caminó hacia al ala opuesta, dando la espalda al pasillo que la conducía a la habitación de Artem. A mitad del trayecto dobló en una esquina y las zarzas abrieron una puerta para ella. Su curiosidad se transformó en sorpresa al constatar que era la misma habitación en la que Bedona y Arfaim se conocieron. Aunque cubierta de zarzas casi por completo, difería de la de Artem en dos detalles que saltaban a la vista.

Eran pocas las flores que adornaban la zarza y, además, tenían pétalos tanto rojos como blancos. Daiana soltó un chillido y se cubrió la boca de inmediato temiendo haber despertado a Artem, sin embargo, la zarza continuaba inmóvil, por lo que repitió la interrogante y pudo ver una rosa que se agitó suavemente. Apenas conteniendo la emoción, se acercó a la flor y, con un profundo respiro, la sostuvo con cariño. En esa misma habitación se podía ver a Arfaim dando vueltas en círculos mientras leía un libro y cuidaba una maceta que estaba sobre la mesa.

Había pasado la mañana leyendo y revisando libros de jardinería, por lo que decidió darse un baño antes de bajar al comedor. Al regresar, pudo ver un pájaro hurgando en la tierra de la maceta que descansaba en la mesa y tomar la semilla con el pico. El ave intercambió miradas con Arfaim antes de elevarse y escapar por la ventana. Un grito de angustia inundó el aire del palacio antes de que el airsemita desplegara las alas y saliera disparado tras el intruso, destrozando la ventana. Bedona, al reconocer la voz de Arfaim, llegó corriendo a la habitación, pero él ya no estaba.

Nerviosa, corrió para descubrir que pasaba y al cruzar junto a uno de los ventanales abiertos, vio algo pasar volando por el jardín, tan rápido, que no alcanzó a distinguir lo que era, pero el tamaño era asombroso. Como la voz de Arfaim llegaba desde allí, Bedona se asomó para tratar de encontrarlo abajo, pero solo pudo ver un pequeño batallón correr apuntando hacia el cielo. La confusión comenzaba a mezclársele con el enojo, por lo que salió al jardín y vio al mismo batallón regresar corriendo, justo cuando la voz de Arfaim rompía el silencio desde el aire.

Apenas a tiempo, Bedona pudo ver una silueta perderse doblando la esquina, y en lugar de seguir a los guardias, respiró profundamente, encaminándose en sentido opuesto. Casi llegaba al borde de la construcción cuando un pájaro pasó volando ya sin fuerzas, dejándola desconcertada. Sobresaltada, se giró al escuchar a los soldados venir desde sus espaldas, sin embargo, antes de volverse por completo, la voz de Arfaim la hizo girar de nuevo y quedó pasmada al verlo pasar volando, atrapar al pájaro en el aire y quedar hecho una bola que rebotó un par de veces antes de estrellarse contra un árbol.

Luchando desesperadamente, Arfaim sujetaba al animal del cuello, tratando de que escupiese la semilla.

—Devuélvemela —gritaba mientras el ave le arañaba los brazos—. No te la tragues, por favor.

Volviendo en sí, Bedona se acercó corriendo para frenarlos, pues el pájaro parecía decidido a destrozarle el brazo a zarpazos si Arfaim no lo soltaba.

—Basta, detente —rogó sujetándole la muñeca—. Déjalo, por favor. Está claro que lo que sea ya se lo comió.

Ante esa innegable verdad, las manos de Arfaim se aflojaron y los ojos se le humedecieron al tiempo que reventaba en llanto y soltaba al pájaro que a duras penas pudo irse volando torpemente. Angustiada, Bedona presionó las heridas con su pañuelo mientras pedía a los soldados ir por el médico, pues en el estado en que se encontraba, Arfaim no iba a levantarse. Aunque procurando contener la sangre, Bedona miraba anonadada y confundida las enormes alas que comenzaban a desvanecerse, al tiempo que el cabello de Arfaim volvía al largo que ella consideraba habitual.

Era la primera vez que las veía y en medio del asombro, la admiración y la confusión, no sabía qué preguntar primero. Cuando se desvanecieron del todo y el entristecido Arfaim solo sollozaba cabizbajo, con el rostro oculto por la lacia y abundante melena, Bedona respiró profundamente antes de romper el silencio.

—¿Qué se comió ese pájaro? —interrogó con gentil cautela.

—La semilla que me obsequiaste —sollozó desconsolado—. Escarbó en la maceta que estaba en la mesa y la sacó.

—Arfaim —dijo tomando un profundo respiro para calmar su indignación, mientras que, al mismo tiempo, trataba de comprenderlo para no ser demasiado dura—, ¿dejaste que ese pajarraco te lastimara tanto, por una semilla que te dije que de igual forma se marchitaría?

—Ni siquiera pude verla brotar —dijo ahogando un sollozo—. Quería verla salir de la tierra y abrir sus hojitas, ver su tallito crecer y medirla para…

—Está bien —interrumpió a toda prisa antes de que su cabello se llenara de flores—. Comprendo, la querías mucho y por eso, si prometes ser más cuidadoso, te regalaré la próxima. ¿Qué opinas?



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En el texto hay: rosas, secretos, recuerdos

Editado: 18.12.2025

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