El invierno había empezado.
Recuerdo ese día como si hubiese sido ayer. Vestía un impoluto traje blanco, que representaba a la perfección mi condición de príncipe. Haciendo juego con la nieve que cubría todos los alrededores del palacio, que convertía aquellos pasillos en caminos gélidos por los que a diario debía pasar. No tenía ni una sola mácula, aquello era un símbolo de lo puro de mi reinado y de mis intenciones.
Pero la pulcritud de mi vestimenta, distaba mucho de la realidad de mis intenciones, porque en aquel momento yo sólo deseaba escapar.
No aguantaba más la agonía.
Cada día era un suplicio despertar. El primer pensamiento que acudía a mi mente por la mañana eran las expectativas que debía cumplir, los deberes que debía asumir, la vida perfecta que debía llevar.
Mientras el invierno apenas comenzaba en el reino, en mi interior todo se había congelado hace mucho. En los jardines no quedaba ni una sola pista de la vida que ofrecían en primavera. Jamás lo dije en voz alta, pero secretamente esa era mi estación favorita. Todo a mi alrededor parecía más vivo, había colores, me hacía creer que quizás no todo fuese gris. Y cuando el otoño llegaba y las hojas empezaban a secarse, un sentimiento de inexplicable tristeza me abrumaba.
Me gustaba compararme con las estaciones.
Antaño, cuando sólo era un niño, mi vida era un verano maravilloso. Mamá decía que mi sonrisa le recordaba a un rayo de sol que da vida y los sirvientes del Palacio siempre estaban elogiando toda la energía que poseía. Jamás estaba cansado, nunca perdía la sonrisa. En ocasiones, toda esa inexplicable alegría me cegaba aún a mí mismo. Pero era un niño, y no sólo eso, era un niño encerrado entre cuatro paredes de oro, en un castillo de cristal. No me faltaba nada, y las riquezas me importaban más bien poco. Cuando quería jugar siempre había alguien dispuesto a acompañarme y mis padres jamás fueron sobreprotectores. Mi vida era perfecta.
Y entonces llegó la primavera. Me convertí en un muchacho que empezaba a florecer, un pájaro que abre por primera vez sus alas y se da cuenta que al aletearlas acaricia la libertad, pero yo no necesitaba ser libre en quel momento, y dejé pasar mi oportunidad.
Me tornaba en aquel hombre fuerte y apuesto que ansiaba ser de niño, poco a poco me iba pareciendo más a mi padre. Las jóvenes del reino se mostraban más interesadas en mi existencia de lo que habían estado cuando tan sólo era un pequeño, y las Musas que observaban con paciencia la forma en la que se movían los hilos del destino de cada uno de mis familiares, auguraban solamente cosas buenas.
Cuando tuviese que encontrar una esposa, decían, la encontraría de inmediato, sería la doncella más bella de todo el reino y una princesa y futura gobernante excelente. Hallaría a la dama que haría envidiar su belleza incluso a las mismísimas ninfas. Me amaría profundamente y cuando el tiempo hubiese llegado, tendríamos la familia perfecta que se le había prometido siempre a nuestros antepasados. Porque así lo decía la profecía, el décimo heredero de la corona en la línea de la familia real, estaba condenado a llevar una vida absolutamente perfecta.
Papá solía bromear diciendo que las Musas hacían una mala traducción del lenguaje de los profetas, porque llevar una vida perfecta no era una condena, sino todo lo contrario. Y me convencí de que tenía razón, y de que tal fortuna era un regalo que me merecía más que nada. Lo merecía por ser el muchacho apuesto en el que me había convertido... la magnitud de mi amor propio me estaba matando y yo no era capaz de verlo.
Amina era un reino pequeño, un lugar donde todos se conocían. Por eso, para todos fue una sorpresa cuando una noche, apareció una mujer cubierta de pies a cabeza con un rebozo totalmente negro. Solamente su mirada podía vislumbrarse a través de todas las capas de ropa que traía encima. Tenía los ojos más impactantes que hubiese visto, me recordaban al color que adoptaba el cielo nocturno justo antes de una tempestad. Una especie de color rojizo que me ponía los pelos de punta.
Se presentó a sí misma como la salvadora del heredero, no dijo su nombre verdadero y a día de hoy todavía desconozco cuál es. Dijo que las Musas mentían, que los hilos conducían a un destino más trágico y lleno de pesares. Sin embargo mi vida sería perfecta. Esa era la condena.
Recuerdo haber deseado con todas mis fuerzas poder encontrar mi voz para exigirle que se explicase mejor, que aquello no eran más que palabras que parecían haber sido tomadas al azar con el único propósito de perturbarme. Todo se contradecía. Una cosa impedía que se cumpliera la otra, al menos a mis ojos.
Sin embargo, el rey, mi padre, ordenó que se la echara del palacio sin darle espacio a exponer sus ideas. ¿Para qué? Si a fin de cuentas no era más que una ingrata a la corona. Lo que había hecho era una ofensa, cuestionar a las Musas era tomado como la mayor blasfemia. Ellas nunca se equivocaban, e incluso tenían el poder de cambiar tu destino si las ofendías de cualquier forma.