El príncipe y el alquimista.

Capítulo 5

El salón del castillo brillaba con cientos de lámparas de aceite suspendidas en lo alto, creando reflejos dorados sobre los rostros maquillados de nobles, embajadores y príncipes.

El mármol parecía más pulido que nunca, y las cuerdas del cuarteto de violines daban vueltas en el aire como mariposas elegantes. La plaga aún latía como una herida debajo del mármol reluciente y los faroles de cristal, pero esa noche, la música, el vino y las risas cubrirían el miedo como una capa de terciopelo.

Todo era parte del plan meticuloso de la reina Sibylla para calmar las tensiones tras las semanas de rumores sobre el príncipe Kai.

Un baile siempre servía para distraer a los poderosos y dar esperanza al pueblo.

Kai descendía la escalinata del salón con su hermana del brazo, ambos vestidos como si fueran a conquistar reinos con solo una mirada.

—Y dime, Kai —dijo su hermana mientras se acomodaba los pendientes—, ¿qué harás si madre intenta emparejarte otra vez?

—¿Otra vez? —Kai rió con esa teatralidad que convertía una carcajada en espectáculo—. Le daré lo que quiere... solo que, en lugar de una princesa, encontraré un pretendiente más rico, más guapo y más poderoso que yo.

—Eso es imposible —gruñó ella, golpeándole el brazo—. Romperías los corazones de medio salón.

—Sí, lo sé —Kai no pudo sonar más afligido.

—¿Sabes lo que me hace falta esta noche? —comentó ella mientras saludaban con una reverencia elegante a un par de duques—. Un pretendiente más rico que tú. Más guapo también. Tal vez con una flota de barcos de guerra.

—¿Y un castillo volador? —se burló Kai, ganándose un pellizco sutil pero mortal de parte de la princesa, que tuvo que disimular con sonrisas falsas.

Pero su sonrisa se desvaneció lentamente cuando los ojos de su pequeña hermana se detuvieron en un hombre cerca del banquete. Piel morena, mandíbula firme, uniforme impecable con una capa azul oscuro y una expresión que parecía tallada en piedra.

Kai sonrió, como un gato que acaba de ver moverse una cortina.

—Creo que lo reconozco... —canturreó con diversión—. Me hubiera gustado para ti un futuro heredero de un reino, mínimo un lord... pero el jefe de la guardia de la Isla de Plata no está nada mal.

—No digas estupideces. Esa unión no traería nada bueno al reino.

—Ay, hermanita, lo único bueno que tiene este reino... soy yo.

Ella rodó los ojos como si fuera una coreografía ya ensayada mil veces. Kai alzó su copa de vino, y entonces lo vio. Desde el balcón, escondido tras las cortinas y las lentes gruesas que no lograban ocultar su inquietud, estaba Archie. Lo miraba como si lo estuviera descifrando. Y temiera lo que estaba descubriendo.

Justo entonces, Sibylla se acercó, tan serena como siempre, con un vestido de tonos dorados y una sonrisa que ocultaba más de lo que mostraba.

—Kai, querido —dijo con esa voz suave que parecía no tener urgencia ni prisa—, la princesa Amara de Vaselín está encantada de conocerte. ¿Bailarías con ella?

La extranjera era bella, vestida con un tono lavanda que hacía juego con sus ojos claros. Kai sonrió, extendió la mano y ambos se deslizaron a la pista.

Mientras giraban entre la multitud, Kai la escuchaba hablar sobre su pasión por los caballos, los mapas y las constelaciones. La princesa Amara era encantadora, hablaba cinco idiomas y reía con gracia. Todo era adecuado. Todo era perfecto. Todo era... aburrido.

Porque sus ojos no dejaban de subir hacia el balcón.

Allí seguía Archie. En las sombras. Viendo. Fingiendo que no miraba.

Más tarde, los pasillos del ala norte estaban medio oscuros. Las antorchas proyectaban sombras largas en las paredes de piedra. Kai se detuvo al girar una esquina, sintiendo una presencia conocida.

Archie estaba allí, de espaldas, como si intentara decidir si seguir caminando o escapar.

—¿Huyendo de tu futuro rey? —preguntó Kai con su sonrisa ladeada.

Archie se giró lentamente, y sus cejas se juntaron apenas.

—Estaba... aireándome.

—¿Aireándote del baile, o de mí?

—No. Solo observando desde lejos...

—¿Y qué viste desde allá arriba?

—A ti —dijo sin rodeos—. Bailando como si quisieras que todos se enamoraran de ti. Como si te diera lo mismo con quién fuera.

Kai entrecerró los ojos.

—Oh... ¿celos, Archie? Me halagas.

—No es eso —gruñó Archie, cruzando los brazos—. Solo me molesta que juegues con todos como si fueran peones. Esa princesa parecía estar disfrutando de verdad.

—¿Y qué querías que hiciera? ¿Que la rechazara? —susurró Kai, dando un paso más cerca.

Archie titubeó. Tragó saliva. Retrocedió.

—No deberías estar tan cerca...

—¿Y si quiero estarlo?

Archie dio un paso mas, pero Kai fue más rápido. Lo acorraló sin violencia, apoyando una mano junto a su rostro.

—No juegues conmigo —dijo Archie en voz baja.

—No estoy jugando. Si jugara, no estarías en ese sucio laboratorio, sino en mis aposentos.

Otro paso.

Archie chocó con la pared.

Kai levantó una mano y la apoyó junto a su rostro, encerrándolo sin tocarlo del todo. Sus rostros estaban a un suspiro de distancia. Las respiraciones entrecortadas llenaban el silencio.

—Dime que no sientes esto —susurró Kai—. Mírame a los ojos y dime que no lo quieres también.

Archie bajó la mirada. Temblaba. Y aun así, no se apartó. Kai se inclinó. Lo suficiente para rozar su aliento. Para que sus narices se tocaran. Para que el mundo se detuviera.

—No puedo decirlo... porque no sería verdad.

Kai cerró los ojos un segundo. Quería besarlo. Por los dioses, lo quería. Pero no lo hizo. Porque incluso él sabía que algunas puertas, una vez abiertas, no podían cerrarse sin emitir ruido.

El futuro rey se apartó del alquimista. Archie abrió los ojos, aliviado, como si acabara de sobrevivir a un incendio.

Y se fue. Dejando a Archie con las mejillas encendidas, las manos cerradas en puños... y el corazón palpitando en el pasillo.




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