La muerte llegó sin anunciarse, vestida de terciopelo y vino tinto. Lord Elgar, el más viejo de los lores del consejo, se desplomó en mitad del banquete mientras recitaba una anécdota ridícula sobre dragones en celo.
Su copa rodó por el suelo, salpicando el vestido de una baronesa que chilló como si la hubieran apuñalado. Algunos creyeron que fingía. Otros lo vieron toser una espuma negruzca. Nadie reía cuando su cuerpo fue cubierto con un paño.
Para la medianoche, el cadáver yacía cubierto por un manto de seda, y la sala de baile había sido evacuada.
Horas después, el laboratorio de Archie fue registrado. Lo que encontraron fue suficiente: la reina Sibylla olía una hoja oscura, marchita y fina como papel.
—Hellebora umbra —murmuró—. Rara. Letal. Requiere fuego lento y resina de almendra amarga para activarse...
—Un veneno —confirmó el capitán de la guardia—. Y según los registros, solo un alquimista del reino ha trabajado con esta planta en los últimos seis meses.
Sibylla cerró los ojos.
—¿Estás seguro de la fuente?
—La hoja fue hallada en la copa. Y el diario de adquisiciones del herbolario muestra que alguien del castillo pidió extracto hace dos semanas.
El nombre que figuraba en el pedido estaba escrito con una caligrafía familiar: Archie Varnes.
La irrupción para su captura fue brutal.
Kai se despertó sobresaltado con el crujido de botas y el chocar de acero. Se lanzó al pasillo sin pensarlo, aún con la camisa abierta.
—¡¿Qué demonios pasa?! —gritó, corriendo hacia los gritos, con la camisa arrugada y los pies descalzos.
No tardó en ver a los guardias con antorchas.
Archie estaba en el suelo. Medio vestido, las manos dobladas a la espalda, la cara contra las baldosas frías. Uno de los guardias tenía la rodilla sobre su espalda. Otro ya desenrollaba las cadenas.
—¡Archie! —Kai empujó a uno de los soldados—. ¡¿Qué hacen?! ¡¿Se volvieron locos?!
Una mano cálida tocó su hombro. Firme. Tranquila. La reina Sibylla, con una capa de terciopelo azul y la corona mal ajustada sobre el cabello suelto.
—Kai, basta.
Sibylla caminó, envuelta en un manto de terciopelo gris.
—¡Le hacen daño! ¡Míralo! ¡Ni siquiera puede hablar!
—Lo sé —murmuró Sibylla—. Yo lo ordené.
—¿Qué? —esas palabras se sintieron como un puñal. Uno del que no puedes gritar, ni avisar que sangras.
—El alquimista está acusado del asesinato de Lord Elgar. Si interfieres ahora, lo hundirás más. Debe haber un juicio. No podemos ignorar la ley.
—¡No fue él!
—Lo sabremos. Mañana lo discutiremos en la corte. Puede ser un malentendido. Sin embargo, hay muchas pruebas en su contra, incluyendo el manejo del veneno.
Kai se quedó inmóvil, apretó los puños. Pero incluso él sabía cuándo había una pared infranqueable frente a él.
Los guardias se llevaron a Archie. El alquimista giró el rostro una última vez. No lloraba, pero su mirada lo decía todo.
Esa noche, Kai no durmió.
Daba vueltas como un lobo encerrado, pateando muebles, maldiciendo el tapiz y rumiando palabras que jamás diría en voz alta. Pasó horas frente al fuego, murmurando teorías, masticando rabia con las gafas de Archie en sus manos tras el abrupto arresto.
—Lo encerraron... como si fuera un criminal.
Amaneció sin haberse quitado la ropa. Su cabello revuelto y el rostro pálido no combinaban bien con la pompa de la reunión del consejo.
En la corte, Archie parecía una sombra. Tenía los labios partidos, las manos temblorosas y las túnicas manchadas de hollín. Aun así, levantó la cabeza. Murmullos, miradas torcidas, teorías envueltas en perfume y poder.
Archie estaba demacrado. Sin gafas. Con la mejilla amoratada. Cuando lo empujaron al centro, no parecía un asesino, sino un ciervo atrapado.
—Se encontró Hellebora umbra en la copa de Lord Elgar —declaró el capitán de la guardia—. El extracto es extremadamente raro. Y solo hay una persona en todo el reino que lo ha solicitado en los últimos meses.
—¡Usé esa planta para investigar una cura contra la plaga! —gimió Archie, con la voz quebrada—. ¡La planta no solo es tóxica! También puede neutralizar venenos derivados del cianuro lunar. ¡Lo demostré con ratones en diciembre!
—Entonces confirma la fabricación del compuesto. Ese veneno solo puede sintetizarse a partir de las hojas que usted cultivaba. ¿Lo afirma también?
Archie levantó la cabeza. Sus labios temblaban.
—Esas hojas no eran para envenenar... eran parte de una cura. Estaba trabajando en el antídoto para la plaga —repitió, esperando que su declaración bastara para probar su inocencia.
—¿Dónde están esos registros? —interrogó uno de los lores.
—Desaparecieron anoche. Mi laboratorio fue saqueado.
Un murmullo se extendió como hiedra venenosa entre los asistentes. Kai intentó avanzar, pero la mano de su madre lo detuvo de nuevo. Esta vez, más firme.
—Además —añadió el heraldo con una reverencia venenosa—, recibimos el testimonio de un mercader de Valenys. Al parecer, entregó compuestos restringidos a cambio de pagos... discretos. El firmante: Archie Varnes.
—¡Yo no firmé eso! ¡Nunca recibí ese paquete! ¡Es una falsificación! ¡Kai lo sabe!
Todos los ojos se giraron hacia el príncipe, que estaba de pie al borde del estrado, con los puños cerrados.
—Es verdad —Kai se levantó de golpe—. Archie me habló de esa flor. De su uso. De cómo pensaba que purificaría la sangre. No tiene sentido acusarlo de asesinato.
Pero la reina se levantó con lentitud. Sus ojos estaban húmedos.
—Hasta que se demuestre su inocencia o culpabilidad, el alquimista será trasladado al calabozo bajo vigilancia. Y permanecerá incomunicado. Por seguridad.
Kai la miró con furia contenida, como si no la reconociera.
—¿Tú... lo apruebas?
—Soy la reina —estableció ella—. No puedo actuar solo como madre.
La sala quedó en silencio.
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Editado: 16.04.2025