El príncipe y el alquimista.

Capítulo 8

POV. Kai

El Salón del Juicio estaba más frío de lo habitual, como si los tapices bordados con hilos de oro no pudieran detener el hielo que se colaba por las grietas. Las columnas de mármol blanco brillaban con un matiz pálido y severo. El aire olía a incienso y tensión... una mezcla que me revolvía el estómago.

La corte entera estaba reunida: cien lores, veinte damas nobles, tres magistrados y un representante de la Iglesia con más anillos que dedos. Mi madre, la reina Sibylla, estaba sentada en su trono alto y sobrio, observando todo como un cernícalo entre hienas.

Yo estaba allí, no con mi capa de príncipe ni mi corona de oro, sino con mis botas de montar polvorientas, mi camisa abierta hasta el pecho y mi lengua más afilada que nunca. Archie, por su parte, estaba en el centro, de pie sobre la plataforma, flaco como un tallo seco y temblando como si la sala entera fuera un campo de relámpagos.

Pero los lores lo miraban como si ya lo vieran colgando del cuello.

—Se le acusa —entonó uno de los magistrados— de envenenar al Lord Elgar. Se encontraron rastros de Hellebora umbra en su organismo. El acusado, Archie Varnes, fue visto manipulando ingredientes peligrosos la noche anterior.

Mentira. Todo lo que dice.

Archie solo alcanzó a tragar saliva. Yo conocía ese gesto: el que usaba antes de vomitar por los nervios, normalmente antes de una exposición.

Pobrecito...

—¿Algo que decir en su defensa? —preguntó el magistrado.

—No... no fue así —logró decir—. Solo... que no era veneno. El compuesto era parte de una mezcla experimental. Una cura para la peste... no me dejaron explicar.

—Conveniente excusa. No lo presentaste a la corte de sanadores —dijo el representante de la Iglesia, un hombrecillo enjuto con cara de nabo arrugado.

Yo me levanté.

—Qué conveniente, sí. Casi tanto como los ingredientes que, por cierto, alguien pidió comprar la semana anterior. Ingredientes letales. Incluyendo Hellebora umbra concentrada. —Miré al capitán de la guardia—. Tráiganlo.

Las puertas se abrieron. El mercader Eron de Valys entró, con su chaqueta de terciopelo verde y la cabeza gacha.

—Eron —dije, con voz teatral—, usted fue enviado a comprar ingredientes letales. ¿Por quién? ¿Por el acusado Archie Varnes?

—No. Fue por órdenes del Padre Marius —dijo Eron, sin dudar, haciendo una reverencia burlona al sacerdote.

Un murmullo se convirtió en clamor.

—¡Mentiras! ¡Manipulación! ¡Herejía! —rugió Marius, poniéndose de pie—. ¡Es un hechicero! ¡Se acuesta con el diablo cometiendo actos blasfemos!

—¿Qué actos serían esos? —pregunté.

—¡Hechicería! ¡Sacrificios! ¡Sodomía!

—La inteligencia lo persigue —dije, y la sala quedó en absoluto silencio—, pero usted es más rápido.

Sibylla apenas esbozó una sonrisa en la comisura de los labios. Lo tomé como un aplauso.

—¡Mi príncipe! —habló otra vez el sacerdote—. ¡Debe hacer cumplir los deseos de Dios! ¡Condenar al pecador!

Chasqueé la lengua.

—Dime, Lord Freddy, tú que serviste a mi padre... —me giré al viejo de barba blanca—. Tú que eres un hombre de mundo, ¿cómo se le llama a alguien con conocimientos de hierbas que experimenta con mezclas naturales para sanar cuerpos?

Lord Freddy, con su voz rasposa, murmuró:

—En el occidente... se le conoce como alquimista.

—Alquimista —repetí, dejando que la palabra resonara—. No hechicero. No brujo. No criatura del diablo. Pero no creo que el título de un plebeyo sea más relevante que el acto de un sacerdote cometiendo asesinato. ¿Ignorancia o cobardía, Padre Marius? Una es mala. La otra... es imperdonable.

—¡Usted es otro pecador más! —gritó Marius, con el rostro rojo—. ¡También es sodomita! ¡Todos lo sabemos! ¡¿Por qué lo visitaba en las noches?!

No me moví. Solo sonreí. Me acerqué a él, mirándolo de frente.

—¿Sabe qué se hace con las víboras, Padre Marius?

—¡Usted no puede...!

—Se les pisa la cabeza. —Me giré al guardia—. Sáquenlo de mi corte. Ha dejado de hablar por Dios.

El sacerdote fue arrastrado fuera entre chillidos y escupitajos. Pero antes de que pudiera tomar aire, otro lord —uno que siempre había buscado escándalos como cerdo en barro— se levantó.

—Blasfemia. Actos antinatura. Con el alquimista. —Casi se echó a reír—. Claro que es mentira y que todo tiene una explicación. Mi príncipe... ¿nos dirá qué hacía en las noches? ¿A escondidas? ¿A solas con él?

La corte entera contuvo el aliento.

Sibylla cerró los ojos un momento, su rostro tan sereno como una estatua. No intercedió. Sabía que esta batalla era mía.

Me giré hacia ellos, subí un escalón del estrado, y con el sol del ventanal iluminando mi rostro, solté:

—Le leía poesía. A veces nos quedábamos dormidos hablando de cómo encontrar la cura de la plaga. —Me encogí de hombros.

Archie me miraba como si acabara de incendiar el cielo por él. Casi esperaba que me desmayara.

—Ahora díganme ustedes, lores de la corte... ¿qué es más importante? ¿Un alquimista encerrado en su laboratorio que ya encontró la cura... o seguir con este juicio, en donde se le dará una indemnización a la familia del Lord Elgar por su lamentable pérdida?

Silencio. Largo. Denso.

Y finalmente, Lord Freddy se puso de pie, golpeando su bastón contra el suelo.

—Declaro que no hay pruebas suficientes para condenar al acusado. Y propongo una investigación independiente sobre el accionar del representante eclesiástico.

Uno a uno, otros lores asintieron. La mayoría porque era lo correcto. Otros, porque no querían enemistarse con su futuro rey, que podía hacer temblar la sala con una sola palabra.




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