El príncipe y el alquimista.

Capítulo 9

POV. Kai.

La mañana se arrastró como un viejo que ha visto demasiado. Tras las cortinas gruesas y pesadas, la luz era débil, como si también tuviera miedo de entrar en mi habitación.

Supongo que hasta el sol sabe cuándo no es bienvenido. Estaba sentado al borde de la cama, con la túnica mal cerrada, las botas sin poner. Me sentía como una estatua rota que nadie se atrevía a botar del palacio por pena.

Y, sin embargo, la puerta se abrió.

Sibylla. Mi madre. Reina.

La reina Sibylla entró sin necesidad de anunciarse, como hace todo lo que es inevitable. Se sentó a mi lado, con esa calma tan suya. La calma que tiene una tormenta justo antes de tocar tierra.

—Lo exiliaremos discretamente —dijo. Ni un saludo, ni un respiro—. Y anunciarás el compromiso con la princesa antes del festival de otoño.

El golpe fue tan seco que pensé que lo había soñado. Tragué saliva, pero mi garganta estaba seca como la tierra antes de la lluvia.

—Madre...

—Acabaremos con los rumores —su tono era de mármol—. Vete despidiendo de él.

Me quedé en silencio. El tipo de silencio que no pesa, sino que quema. Ella me miró de lado, apenas.

—Sabías que iba a pasar —dijo más bajo.

—¿Y eso lo hace más fácil?

—Lo hace inevitable.

No le respondí. No hacía falta. El nudo en mi garganta hablaba por mí. Ella se levantó, arregló una flor del jarrón como si eso importara, y se fue.

Esa noche, las paredes del castillo parecían escuchar.

Me moví como una sombra entre columnas y alfombras. El pasillo del ala norte olía a alquimia: polvo, tinta y un leve toque a metal quemado.

Toqué la puerta entreabierta del laboratorio. Archie no dijo nada y entré igual.

Seguía empacando, de espaldas. Era como un cuadro en movimiento: libros, frascos envueltos en paños, y una caja de madera donde guardaba las cosas que usaba cuando creía que el mundo podía ser suyo también.

—No deberías estar aquí —dijo, sin darme la cara—. Si alguien te ve...

—Quería verte por última vez.

Archie dejó de moverse, pero no se giró. Su voz llegó como una daga mal lanzada: torpe, pero certera.

—En el juicio no parecías con deseos de verme.

Sentí esa frase como un escupitajo en el alma.

—No te negué porque no te amaba —susurré—. Te negué... porque era la única forma de salvarte.

Entonces se giró. Su rostro tenía esa mezcla extraña de rabia y tristeza que solo un hombre brillante puede sostener con tanta dignidad.

—¿Y crees que no lo sé? —espetó—. Yo hubiera hecho exactamente lo mismo. Está claro que la verdad pudo habernos matado. Pero eso no lo hace menos doloroso.

Avanzó hacia el baúl. Colocó un frasco con sumo cuidado.

—Acepté un corazón roto en lugar de la horca, Kai. ¿Sabes lo jodidamente ridículo que suena?

—Seré el futuro rey —mi voz tembló, y odié que lo notara—. Tengo todo el poder del reino... y no es suficiente para hacerme feliz.

—Yo tampoco lo haría feliz —susurró, apartando mi mano cuando intenté tocarlo—. Dejé escrita la fórmula del antídoto de la peste. Fue un placer trabajar con usted.

Se giró de nuevo. Listo para desaparecer. Iba a irse.

Y no podía permitirlo.

—Archie...

Lo tomé del brazo, lo detuve. Su cuerpo se tensó, pero no se soltó.

Y lo besé.

No un beso tímido. Ni uno elegante. Un beso desesperado, con rabia y ternura, como si ambos quisiéramos devorarnos y desaparecer... Con sabor a despedida. A condena.

Y él... me devolvió el alma con la suya.

Nuestros cuerpos se buscaron como lo hacen los náufragos en medio del naufragio. Rápido. Urgente. Doloroso.

Me empujó hacia la mesa, y sus manos me quitaron la camisa con prisa. Su aliento temblaba, como si aún no creyera que estaba pasando. Yo le respondí con lo mismo: los besos que nos negamos, las caricias robadas entre libros y pasillos... todo salió con violencia y amor.

Nada importaba ya.

Esa noche no hubo poder.

No hubo juicio.

No hubo madre ni compromiso.

Solo él. Solo yo.

Dos condenados.

Amándose como quien se ahoga en su último aliento.

La noche nos envolvió en su secreto.

Y mientras lo tenía entre mis brazos, supe que eso no era felicidad.

Era algo más peligroso que jamás, en vida, volvería a experimentar.

Era amor.




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