Érase una vez, en un lugar muy lejano, un hermoso y vasto reino llamado Elidair, bien conocido por su exótica flora y su singular fauna; hogar de las mejores cosechas de frutas, verduras y hortalizas, las cuales acostumbraban comercializar por diversas partes del mundo, convirtiéndose así en uno de los mayores exportadores de la región.
No existía nadie que, viviendo a sus alrededores o un par de pueblos después, desconociera las maravillas que vestían sus tierras. Ni siquiera las criaturas del bosque, del mar o del viento, hacían caso omiso; al contrario: contaban las leyendas que, gracias a ellas, el primero de los reyes de Elidair gobernó durante tanto tiempo, incluso a pesar de las adversidades que amenazaban la corona en aquel entonces.
Vincent I, apodado como “El Grande”, consiguió lidiar con las tropas enemigas cuando su incipiente nación se vio atacada; luchó con valentía y determinación, como ningún soberano en el continente, y salió victorioso, sorprendiendo a todos debido al minúsculo número de bajas originado tras la batalla, en comparación con las de su oponente, el rey Robert de Manthya. A partir de ese momento, Elidair comenzó a ser reconocida y respetada por sus semejantes; y, aunque uno que otro pudiera sentir temor a causa de su poderío, resultaba imposible negar su carácter benevolente y su insistente generosidad.
Así fue antes y después de los acontecimientos que casi lograron su desaparición. Manthya solo había abierto puertas que, desde el principio, siquiera debió pensar en tocar.
Los elidairenses vivieron épocas de paz y prosperidad los años siguientes, así como el rey Vincent I gozó de la longevidad que poco a poco dio motivos para hablar; aun al pasar los siglos, continuaban oyéndose en las calles en y en medio de las plazas los cuentos y poemas acerca del primer monarca. La verdad sobre los hechos, sin embargo, se tornó un misterio...
En ese preciso instante, la lectura del joven príncipe se vio interrumpida por el sonido corto y seco que se coló dentro de sus aposentos, a través de la gruesa puerta de madera oscura, la cual poseía finos detalles dorados adornando cada lado. Los dedos largos y delgados se deslizaron, lentos, por encima de las envejecidas páginas, justo antes de que, con delicadeza y cierta resignación, cerrara el libro con cubierta de cuero color café.
No se hizo del rogar el suspiro suave que abandonó sus labios seguidamente; no obstante, luego de ello permaneció en silencio, conforme apartaba las sábanas de seda que cubrían su cuerpo.
Terminó levantándose, sin emitir ruido, y no demoró en calzar sus sandalias, al mismo tiempo en que aplanaba su blanca pijama con la palma de su mano, procurando deshacerse de tantas arrugas como pudiese. Entonces el golpeteo contra la madera se oyó de nueva cuenta; el empeño empleado no pasó desapercibido por el pelinegro, quien se limitó sonreír con levedad.
Insistió en mantenerse callado, mientras se encargaba de colocar el libro sobre una de las mesas de noche junto a su cama; había tenido especial cuidado al hacerlo, como si se tratase de un bien muy valioso.
No se alejaba ni un poco de la realidad, pues era un obsequio dado por la reina, su madre, meses antes de fallecer.
—Adelante.
Su voz fue pronunciada en un tono bajo, casi carente de expresión. Segundos más tarde, la puerta se abrió, dejando ver a una mujer de unos treinta años; su largo cabello castaño se hallaba recogido en un moño alto y algo desprolijo, lucía un vestido marfíl que cubría por completo sus brazos y le llegaba a los tobillos, llevaba zapatillas marrones y tan solo un ligero rosa viejo maquillaba sus labios.
Al encontrarse cara a cara, el príncipe pudo ver cómo las femeninas cejas de Irietta pasaban de estar fruncidas, a suavizarle las facciones.
—Buenas tardes... —saludó, serena, aunque sin poder evitar que un tinte de sarcasmo inundara sus palabras—. Alteza, Su Majestad desea verlo cuanto antes para el almuerzo.
—Ahí me verá. No puedo esperar… —dijo de inmediato el muchacho, ironizando lo último, a medida que una curva de medio lado pretendía hacer el papel de una sonrisa.
—No falte —suplicó ella.
Él, por su parte, se limitó a asentir con la cabeza.
♔
Faltaba poco para el cumpleaños número veintiuno del heredero al trono y era evidente que en el palacio se preparaban para el festejo; el futuro cumpleañero, sin embargo, era la excepción: no parecía exactamente feliz de ver a la servidumbre realizando los arreglos necesarios para el gran día. Para nadie era un secreto sus deseos de que la fecha de su nacimiento, por arte de magia, se alejase un par de meses como mínimo; poco faltaba para ganarse su aborrecimiento.
A medida que caminaba por los extensos pasillos, en dirección al comedor, era recibido con una reverencia tras otra, acompañada de frases cordiales y gestos gentiles de parte de los empleados. Una enorme puerta se mostró frente a él al final del corredor; la custodiaban dos guardias que, veloces, anunciaron su llegada y le permitieron cruzar el umbral.
—Buenas tardes, padre. Es un gusto saludarle.
Pese a que la voz del príncipe desbordaba sutileza y elegancia, el entrecejo del rey se frunció a causa de ella; una reacción fugaz, no como el semblante intransigente que constituía cada rasgo de su rostro. El hombre de cabello canoso y barba bien cuidada yacía sentado en la silla principal del comedor, con las manos entrelazadas encima de la plana superficie; esperaba que su unigénito tomase su lugar.