Si el amor se asemeja a un sueño, desearás no despertar jamás. Preferirás sumergirte dentro de aquella ilusión voraz, en la que las ninfas nunca dejan de cantar, conforme el tiempo consume todo a su paso, y las sirenas claman tu alma cual esencia vital.
Porque cada vez que percibas tu corazón palpitar, sabrás que se debe a quien tus sentidos ha de arrobar. El suelo bajo tus pies será de algodón y azúcar; el viento soplará cálido y reconfortante contra tu rostro; y el mundo entero reclamarás como tuyo.
Aunque esté lejos de serlo: pues lo único que te pertenece, yace en las profundidades de tu ser, aguardando el instante adecuado para dejarse ver.
El azul zafiro de sus iris adoptó un brillo particular: tenue, delicado, pero no por eso imperceptible. Un ligero escalofrío le recorrió desde la nuca hasta la espina dorsal antes de desaparecer en su totalidad. Su ritmo cardíaco se intensificó; violento, como si compitiese en una maratón. El descontrol en su respiración denotó cuán desfavorable resultaba su condición. Y el rubor en sus mejillas dilucidaba lo incapaz que era al disimular tal situación.
El príncipe se encontraba allí, a centímetros de distancia, sosteniendo al hada en un abrazo. Su oscura mirada había entrado en contacto con la más clara, y apartarla de esta no formaba parte de sus prioridades. En sus labios permanecía una plácida sonrisa, inalterable en primera instancia; dulce e impoluta.
Aunque ya hubiese visto un gesto similar en la boca de Youl, Hytris no podía evitar experimentar desconfianza; tan ínfima como palpable y, por ello, ineludible. Si de una obra de arte de tratara la faz del rubio, cada rasgo fuese un verso y, en conjunto, constituirían el más expresivo poema.
Hytris apenas pestañeó cuando la brisa arrastró consigo una risilla sutil; se escabulló rauda, inadvertida, a través de sus oídos, devolviéndole su característico semblante.
—¿Estás bien? —preguntó el pelinegro, susurrante. Mantenía su atención puesta en la mágica criatura.
El hada no contestó.
—¿Hytris...? —insistió Youl, ladeando la cabeza un poco; una de sus cejas se alzó al mismo tiempo, por la incertidumbre que le producía la falta de respuesta.
Segundos después, el rubio consiguió reaccionar: su entrecejo se frunció, una mueca creció en su boca, y sus trémulas manos terminaron posándose sobre el pecho del heredero al trono, a medida que daba una media vuelta y quedaba frente a él.
—¿Qué crees que haces?
Esas cuatro palabras precedieron al impulso que lo invadió a continuación: sin siquiera pensarlo, usó ambas palmas para empujarlo; no empleó demasiada fuerza, mas sí brusquedad al actuar.
Tan solo necesitó un par de segundos para separarse del próximo monarca. Entonces, se dispuso a alejarse de él, con pasos largos y algo exagerados.
Youl se limitó a observarlo en silencio —un tanto descolocado—, y cruzó los brazos, viendo cómo el hada se aproximaba hacía las afueras del castillo.
—Mmm…
Tras emitir ese sonido, el sucesor de la corona se apresuró a avanzar; no tardó en alcanzar a su acompañante y, tomándolo del hombro, lo hizo detenerse en seco.
—¿Conoces el camino?
No esperó una negativa. Tan pronto como pronunció la interrogante, se le adelantó.
♔
La zona que rodeaba la parte trasera del castillo estaba formada por enormes fortificaciones, y centinelas —adiestrados en el arte de la vigilancia— ocupaban las torres de control. A pesar de ello, Youl conocía como la palma de su mano los puntos estratégicos para salirse con la suya, aunque no siempre funcionaban del todo: el momento influía en demasía y, en consecuencia, las oportunidades escaseaban.
Más allá de los muros, el perímetro se hallaba constituido —en gran medida—, por una densa vegetación. Los bosques de Elidair se conocían por su espesor y verdor; además de sus exóticos frutos y su singular fauna: los pequeños animales que habitaban entre gráciles florecillas, por el simple hecho de existir, creaban un espectáculo visual digno de apreciar.
Se trataba de arte sobre un lienzo en blanco, una obra llamada naturaleza.
Un extenso sendero, cubierto por tierra y piedras, los guiaba en dirección a su próximo destino; a pesar de ser irregular, se encontraba despejado. Durante el trayecto, el silencio entre los viajeros imperaba intransigente; la tensión suplicaba ser cortada con el filo de un cuchillo, y ni un alma aceptaba acabar con sus lamentos.
Ninguno de los dos daba su brazo a torcer; si había algo que los igualara, era lo tercos que podrían llegar a ser. A un ritmo constante, ni muy rápido ni muy lento, se abrían paso hacia el final del camino; los árboles parecían despejar la vereda, dándoles la bienvenida. En esta ocasión,
Hytris llevaba la delantera.
El suelo bajo sus pies brillaba gracias a la luz del sol, que chocaba de lleno contra las diminutas gemas allí incrustadas; sus tamaños y colores variaban. Las mansas aguas marinas, en compañía del cálido viento, orquestaban una primorosa tonada.
—Hytris…
El aludido ni se inmutó; en vez de ello, aceleró su andar. El príncipe negó con la cabeza, de un modo casi imperceptible.