Aquella tarde en particular, el príncipe de Elidair se encontraba mucho más callado de lo usual; el hada no lo conocía demasiado, pero en el fondo de su ser sentía que algo no andaba nada bien. Pese a ello, no importaba con cuánto empeño se dedicara a indagar, pues el muchacho no mostraba ni el menor indicio de contribuir con la labor autoimpuesta por el rubio. Lo único que sabía era qué tal comportamiento derivaba de lo ocurrido el día anterior con la criatura marina, sea lo que fuere.
La situación se tornaba dificultosa para Hytris: un molesto nudo insistía en obstruir su reseca garganta, impidiéndole vocalizar con normalidad; la incomodidad que experimentaba le recorría desde la cabeza hasta los pies, dejando a su paso un rastro tan frío como la brisa nocturna en invierno; en su corazón reinaba cierto malestar, antes desconocido para él, mas comenzaba a parecerle familiar —por extraño que eso sonara en medio del monólogo que mantenía en los confines de su mente.
El silencio que se empecinaba en imponerse entre ambos, por enésima vez, amenazaba con deshacerse de la poca paciencia que poseía el joven de ojos azules; y este no podía hacer nada al respecto, además de morderse el labio inferior, procurando así controlar su progresiva ansiedad.
Youl apenas se dignó a pronunciar palabra en todo el trayecto, evidenciando su carente ánimo. Aun así, no opuso resistencia cuando su mágico acompañante le indicó por dónde debían ir; permitió que lo guiase como si de un turista se tratase.
Delaiane de Itzelon influyó de forma negativa en el heredero al trono, y el hada deseaba descubrir la razón; planeaba encargarse de ello en cuanto tuviese la oportunidad, incluso si suponía un gran esfuerzo para él.
Imperaba en Hytris determinación inquebrantable, y no conseguía ignorarla aunque lo quisiera. En el lugar del cual provenía, no existía quien —conociéndolo— negase aquella característica del rubio. La diferencia radicaba a en que, en esa ocasión, cumplir con su cometido resultaba tan imperativo como respirar; una necesidad arrasadora se acrecentaba en lo profundo de su interior y se extendía a través de su sistema.
Saber el motivo, sin embargo, era un verdadero misterio.
—¿Te gusta?
—¿Mmm?
El pelinegro miró al hada tras pronunciar ese sonido a modo de interrogante. Llevaba rato esquivando cualquier tipo de acercamiento con el rubio, sin ser consciente de ello.
—El bosque —contestó Hytris, observándolo de soslayo.
Youl asintió.
Luego de ese intento de conversación, el cantar de los pájaros enmarcó la tensión que los envolvió de inmediato. Desasosiego invadió a Hytris cuando notó que se quedaba sin alternativas viables para llegar al príncipe; ni siquiera mientras discutía con él, se sentía tan lejos como en ese momento.
—Youl, si hay…
En cuestión de un pestañeó, el aludido lo interrumpió: con un siseo y el dedo índice sobre sus propios labios. Eso fue suficiente para que Hytris dejara de hablar; sus ojos claros barrieron a su alrededor antes de fijarse por completo en el príncipe.
Youl se había ubicado frente al hada e hizo contacto visual con esta durante breves instantes, pues terminó desviando la mirada de un lado al otro, con lentitud. Permanecía inmóvil en su lugar, con las manos a los costados de sus muslos; su cuerpo entero demostraba rigidez, y su semblante reflejaba tanto interés como receloso.
A causa de eso, el rubio arrugó el ceño y procuró centrarse en lo que sea que estuviese captando los sentidos del próximo monarca; no comprendía la razón de su repentina actitud, incluso en presencia de la quietud inusual que los rodeó en su totalidad. Y aun si las ganas de preguntar se incrementaran a medida que transcurría el tiempo, una vocecilla se lo impedía.
La incertidumbre le dio la bienvenida a una serie de preguntas sin aparente respuesta; no obstante, la incipiente vibración bajo las suelas de sus puntiagudos zapatos contestó cada una de las interrogantes que obnubilaron los turbios pensamientos del hada.
Sus doradas y traslúcidas alas —que descansaban tras su espalda— temblaron con ligereza, tan pronto como la sensación de alerta le crispó los nervios. Si bien el progresivo ruido que se apoderaba de su audición se le asemejó al galope de alguna manada, fiarse de su intuición no figuraba como una opción en tales circunstancias.
En torno a ellos, las hojas de los árboles comenzaron a bailotear, producto del revuelo de las aves. Roedores y marsupiales abandonaron sus acogedores hogares, en busca de un nuevo refugio, y los pequeños reptiles despejaron el área, inclusive.
El acelerado pulso de Hytris se disparó. Youl continuaba sin inmutarse, y ese hecho no ayudaba para nada al ser mágico; su capacidad de reaccionar iba en declive.
Entonces entre los arbustos se asomaron los primeros indicios de las misteriosas criaturas que perturbaban su itinerario: tenían abultadas narices negras, finos hocicos, brillantes ojos almendrados y orejas que terminaban en punta; sus cuerpos eran estilizados y sus patas largas; contaban con un corto pelaje castaño rojizo, y una esponjosa cola de escasa longitud. Las hembras contaban con mayor tamaño; los machos, con blanquecinos y curvos cuernos sobre sus cráneos.
Se aproximaban hacía ellos unos diez o doce, quizá; sin mostrar ni el menor vestigio de querer detenerse. El panorama no presagiaba bienestar para el príncipe y el hada si continuaban en la misma posición.