Esa mañana en especial, a diferencia de las demás, el gélido clima no mostraba clemencia alguna; aun así, los rayos que se colaban entre las grietas de la pared rocosa evidenciaban con cuánta intensidad brillaba el sol fuera de aquel oscuro lugar. El silencio sepulcral regía por sí solo, trayendo consigo misteriosa tranquilidad; y la soledad impregnaba cada recoveco, aunque la compañía tocase su puerta con notable insistencia, buscando aliviar su reacio pesar.
Los suaves sonidos del bosque daban la impresión de haber cesado: la constante quietud se encargaba de consumir todo lo que se interpusiera en su camino; en vez de infundir paz y sosiego, generaba incertidumbre voraz. Pero no era suficiente para lograr que cediera: firmeza y voluntad resplandecían en sus iris azules; llevaba la determinación tatuada en las pupilas con tinta indeleble.
—¿De verdad crees poder conseguirlo?
La serena voz a sus espaldas le hizo detener su andar a centímetros de la superficie de piedra, en forma circular, que sobresalía del duro y áspero suelo; los dedos de una de sus manos se pasearon por los irregulares bordes, a medida que asomaba el ademán de mirarlo por el rabillo del ojo.
—Puedes confiar en mí.
No existía en la tierra una razón válida para que el rubio dudara de esa afirmación; sin embargo, una pequeña parte de él, muy en el fondo de su ser, lo instaba a preguntarse si debía fiarse del portador de tales palabras. Sin darse cuenta de ello, la realidad empezaba a tornarse difusa: a ratos, sentía que el norte le era arrebatado; su único objetivo lo mantenía enfocado.
Ni siquiera un suspiro abandonó los labios de la criatura de doradas alas. La mayor parte de su atención se centraba en lo que tenía en frente, dejando de lado a su semejante, como si su presencia no representara nada en lo absoluto.
—Hytris.
Lo llamó en voz baja y dócil, sin obtener respuesta.
El hada retomó su caminar, rodeando el círculo de piedra, hasta una suerte de escalerilla pedregosa que había estado aguardando por su llegada; durante demasiado tiempo, quizá. Sin esperar más, se dispuso a subir los peldaños, asegurándose de levantar la delgada y vaporosa tela celeste que caía por sus tobillos; al alcanzar la cima, sintió el frío a través de las plantas de sus pies descalzos, así como las diminutas partículas de polvo que se cernían bajo estas.
—Háblame…
Se oía como una súplica, aunque escondía tras de sí una demandante exigencia.
De nuevo, Hytris no dijo nada; tampoco se inmutó. Dejó que la organza resbalara entre sus largos dedos, luego ubicó la zurda y la diestra a los costados de su cuerpo. Dio una pausada inhalación y sus párpados descendieron cual persianas, sumiéndolo en una efímera oscuridad; permitió entonces que el aire escapara con levedad, volviendo a percibir la escasa claridad que lo circundaba.
—¿Qué debo decir?
Pronunció quedamente, habiendo transcurrido unos segundos; su vista se hallaba puesta en otro lugar, lejos del hombre, pues tomarlo en consideración carecía de importancia dentro de sus prioridades.
A causa de tal hecho, el chico de largos y sedosos cabellos negros tensó la mandíbula, endureciendo sus finas y alargadas facciones; mas procuró atenuar su semblante tan rápido como le fue posible.
Hytris apenas notó aquello al oír un murmullo; incluso si resultó casi imperceptible, lo obligó a fijarse en el de mirada grisácea. Con gesto inexpresivo, lo observó sin emitir ni un sonido; cualquier atisbo de respuesta quedó en el olvido tan pronto como el hada de abundante melena bajó el rostro, evitando toparse con ese turbio cielo que con ahínco lo escrutaba.
El de mechones color trigo asintió, de un modo leve y solemne. Instantes más tarde, giró unos 180 grados sobre su propio eje. Sus manos se elevaron a la altura de su pecho, con el dorso hacia arriba, antes de voltearlas en un grácil movimiento. Energía manó paulatina, esparciéndose por sus venas cual torrente sanguíneo; nació en las yemas de sus dedos y se distribuyó por su sistema en un raudo viaje de ida y vuelta.
Finas líneas, de un azul eléctrico, se trazaron en su piel; partieron desde sus muñecas, y se desplegaron por el resto de su cuerpo, sin rumbo aparente. El compás del viento cobró mayor fuerza, arrastrando del exterior coloridas florecillas y hojas de distintos tamaños, las cuales danzaron a un ritmo sutil y se situaron en torno al hada de alas como el oro; de la misma manera, las transparencias de su vestimenta no tardaron en unírseles, con cierta delicadeza, otorgándole una apariencia etérea.
—Esto es peligroso… —le advirtió en un susurro.
Justo en ese momento, el temblar del suelo lo interrumpió.
Hytris alzó la cabeza en dirección al techo sobre ellos y admiró cómo se iba desmoronando progresivamente; las rocas que lo conformaban cayeron poco a poco, sin siquiera rozarlo. Infinitas tonalidades, cálidas y frías, cubrieron los alrededores, disparándose al igual que cientos de estelas; una a una, se dirigieron al rubio, atraídas por magnetismo puro, y se desvanecieron ante el más mínimo contacto, tras ser absorbidas por él.
De un modo consecutivo, la superficie en la que se hallaba se iluminó vehemente, con un blanquecino y creciente resplandor, amenazando con apropiarse de todo lo que tocase su fulgor.