Había una vez, en un reino ya olvidado en el tiempo, un rey tirano. Tirano con su familia, pero justo para su pueblo, por lo que era amado por los aldeanos. Él tenía un hijo, la luz de sus ojos y más grande orgullo, al único que trataba con amor. El príncipe Alois era exquisito en toda la extensión de la palabra. De porte elegante y ojos soñadores llenos de franqueza, pintados a verde jade. Labios besables, llenos, y bien dibujados. Rostro anguloso y cabellos de oro viejo. Su belleza sublime en todo el candor de la juventud y, además, poseía un carácter accesible. Dulce, justo y valeroso. Era la joya del reino, las aldeanas y también algunos aldeanos, soñaban desposarse con él algún día o al menos tener la suerte de pasar una noche entre sus sábanas. Bastaría una sola noche para vivir eternamente con el recuerdo.
El príncipe tenía una fascinación por cabalgar, lo hacía todas las tardes como un ritual establecido rigurosamente. Y nadie se negaría a su único capricho, ni siquiera su padre, pero sabiendo de los peligros del bosque por donde su primogénito gustaba pasear, había mandado a la guardia real a escoltarlo, sin sacarle el ojo de encima. Demasiado angustiado, gracias a los rumores de que un monstruo voraz acechaba las mismas rutas . Había concluído que debía ser el encantamiento de alguna bruja peligrosa. Pensarlo le ponía la piel de gallina, por lo que les ordenó volverse la sombra de su hijo, de ser necesario.
El rey amaba a su heredero, y lo hizo hasta esa tarde de verano, que lo vio partir con una sonrisa inocente, la misma la que desaparecería al caer la noche. Él jamás podría perdonarse.
La guardia real siguió al príncipe, internándose en lo profundo del bosque en busca de alguna bestia de caza que muestre su regreso. No obstante, su majestad no estaba interesado en asesinar criaturas indefensas, sino en explorar, y su espíritu aventurero lo llevaría a tomar su peor decisión, separarse del grupo.
Vagó por senderos solitarios, bajo los rayos del sol, el viento golpeando contra su rostro, y la felicidad brotándole de cada poro. Galopó en todo su esplendor, ajeno a los ojos feroces que lo acechaban desde los matorrales. No pudo prever que un ser ajeno a este mundo se atravesara en su camino. Era un monstruo repulsivo, rasgos humanos carcomidos, con huesos entreviéndose. Una bestia indescriptible, escapada del más oscuro abismo, vomitada desde lo más profundo y tenebroso de la tierra. El caballo encabritado se alzó en dos patas, tan o más asustado que el príncipe. Perdió el control del animal, y en uno de esos movimientos bruscos por escapar furtivo, es lanzado al pastizal, a los pies del verdugo. A la muerte o algo peor.
Desde lejos resonó un aullido horrendo que hizo vibrar el mundo, una exclamación inhumana de ayuda. La guardia real fue en inmediato socorro del príncipe, pero lo que encontraron les congeló la sangre y les ceñiría las gargantas para siempre. La visión de lo vergonzoso, de lo repulsivo e infame.
En el reino se corrió el rumor venenoso que su amado príncipe había sufrido la peor deshonra para un hombre, tal punto que le sería imposible describirse como uno a partir de entonces. Esa deshonra ensombrecería por siempre su vida. Su legado. El príncipe había sido sodomizado por la bestia del bosque.
El rey después de hundirse en sus culpas, estalló en una ira indómita que oscureció lo poco de bondad que le quedaba. Jamás se perdonaría por tener un corazón tan blando con respecto a su hijo, y mucho menos por deshonrar su linaje. No pudo desde esa vez, mirar a Alois, aquellos ojos de jade que tanto adoró, ahora le causaban desagrado. Esa misma tarde, las cabezas de cada soldado de la guardia real rodaron en la plaza, bajo el filo de la guillotina.
Asimismo, se convocó en palacio a los mejores curanderos y médicos, entre ellos se destacó Alessia, una campesina muy hábil en el manejo de hierbas. Sus manos benditas habían curado a enfermos terminales, lavaba heridas que supuraban pus y cantaba nanas que se decía sanaban las almas atormentadas.
Ella se ganó la confianza del rey en la primera entrevista, y cuidaría del príncipe desde ese día hasta los próximos meses.
Le lavó el cuerpo magullado con devoción, curó las yagas abiertas, borró las marcas de sangre y semen seco que le manchaban los muslos. Lo amó y veneró en silencio, entre caricias y sonrisas dulces. Mas Alois la odió con cada fibra de su ser, le repugnó su adoración, la piedad que reflejaba en su mirada, en sus facciones justas. Su amabilidad terminó por quebrar la fragilidad del príncipe.
Noches de llanto descontrolado, Alois con el rostro sumergido en el pecho cálido de la curandera, entre los brazos macilentos que recomponían sus pedazos. Él continuó aborreciéndola. Alessia era fea en toda la expresión de la palabra. Su figura regordeta no tenía las curvas exquisitas de la belleza femenina y una estatura tan baja como una niña. La frente pequeña, ojos negros y soñadores. Cabello cobrizo que encajaba graciosamente con las pecas que salpicaban sus mejillas y la nariz chata. Una boca desbrida. Y lo más detestable para el príncipe era el hedor que desprendía su piel, tan reconocible y vomitivo. En las llamas de su ira centellaba un anhelo enfermizo quemándole por dentro, deseaba tenerla gimiendo en su cama, perderse con ella entre las sábanas hasta quedar sin fuerzas, hacerle conocer el vigor de su sexo. Quería aniquilar esa mirada piadosa, dejar de ser la criatura frágil que ella pensaba que era.
Pasarían seis meses para que Alois pudiese nuevamente pasearse por los jardines de palacio y visitara el pueblo, sin sufrir algún ataque de pánico. Aún los rumores viajaban de boca en boca. Los aldeanos le sonreían burlescos, susurraban entre ellos y mantenían sus miradas puestas sobre él todo el tiempo. No había más veneración. El príncipe se juró limpiar su honra sin importar el costo.
El plan se ejecutó al cabo de unos días, cuando ya no requirió de los cuidados amorosos de Alessia. La muchacha abandonó palacio para reincorporarse a sus labores como curandera en la posada más modesta del reino.
Él, decidido a usarla para recomponer su virilidad mancillada, comenzó a visitarla todas las tardes sin falta al caer la tarde. Le llevaba carísimos obsequios: flores de dulces fragancias, vestidos hechos con las más finas telas y los dulces predilectos del rey. Le hablaba despacio, contándole repetidas anécdotas de sus aventuras en otros reinos y le leía libros para entretenerla. Alessia amaba esas historias de amores eternos que el bellísimo efebo le narraba en la intimidad de la noche. Cuentos de hermosos príncipes que se enamoran perdidamente de simples aldeanas de buen corazón. Brujas que encantan manzanas con el fin de separar a los jóvenes amantes y dragones custodiando castillos de bellísimas princesas.
Las primeras citas fueron a las orillas del bosque, en una cabaña abandonada. Alois solía temblar, aunque fingía que nada le sucedía, que los temores no habían regresado a visitarle, y Alessia le acariciaba las manos para infundirle valor. Ella amaba esas manos varoniles y suaves que al ocultarse el sol le llenaban de caricias tiernas. El príncipe, según su percepción, era el único hombre de amores verdaderos y no puramente estéticos, a su lado se sentía como la mujer más hermosa del reino.
"Me siento tan halagada de ser amada por ti".
"Eres hermosa, no lo dudes".
Al caer la noche se llenaron de besos tiernos, y por primera vez, después de muchos intentos, pudieron amarse con la piel. Compartieron el lecho. Alessia conoció la dicha de ser amada tan plena e intensamente, jamás se sintió tan plena. Ella, una chica que creía no merecer el amor por carecer de belleza, y é le ayudó a recobrar su confianza. Alois, por su lado, volvió a sentirse como un hombre completo. Conquistó sus miedos, domó los demonios que le atormentaban y fue libre.
El edén de Alessia se marchitó al despuntar el alba. Su cuento de hadas llegó a su fin. Su ingrato amor no regresó a visitarla, dejándola confundida.