EL PSICÓLOGO
José terminó la sesión con el último paciente del día, justo a tiempo para ir a casa.
Era Psicólogo, y se especializaba por así decirlo, en terapia a caballeros con problemas para sentirse interesados en los problemas de sus esposas. Hombres a los que no se les facilitaba el hacer conexión con los sentimientos de sus parejas, abrazarlas y confortarlas sin dejar de sentir extraño el gesto, o soltar la carcajada al hacerlo en una súbita demostración de nerviosismo extremo pero, que para ellas, no reflejaba otra cosa que una apatía hacia su relación.
Obviamente, si el esposo asistía a la sesión pidiendo ayuda era debido a que le interesaba el bienestar de su matrimonio. Así que ahí estaba él, despidiendo a Bernardo y agendando una cita para la semana siguiente.
Ese paciente tenía problemas serios, ya que su esposa Brenda mantenía un Síndrome de Espejo orientado a su hija, en la que la chica era la viva imagen de su madre. Y no por el parecido, sino por el motivo de hacer todo juntas.
Misma profesión, misma ropa, mismos intereses, e incluso en el recientemente inaugurado curso de cocina, se negaban a hacer equipo con otros integrantes del salón. Siempre debían ser ellas un equipo, a pesar de la amenaza de cancelarles la inscripción. Era un problema para el marido ya el tener que intentar consolar a su esposa sin sentirse ridículo, como para tener que consolar de alguna decepción en el guiso presentado o de algún problema suscitado en el día ya que ambas trabajaban juntas, a su hija también, vistiendo igual a su madre inclusive.
Había muchos otros pacientes con casos singulares, como Héctor, que no atinaba poder dar a Martha, su cónyuge, lo que le pedía. Y no solo en lo material sino en cuanto a personalidad se refería, ya que la chica se mantenía siempre a la moda, y era de un ego del tamaño del Everest. Así que el hombre batallaba y hacía auténticas proezas para satisfacerla en todo lo que le solicitaba, cambiando de peinado, arreglando su barba, y comprando ropa de ciertas marcas para estar a su altura.
Por supuesto, al momento de requerir ella unos brazos dispuestos a dar el confort y la tranquilidad que su ajetreada vida no podía, él se declaraba incapaz. El abrazo se antojaba frío y sin ese dejo de seguridad que necesitaba. En vez de transmitirle un – “Cariño, todo estará bien”, sonaba y se percibía más como un – “Pásame el control remoto, que la patada inicial está a punto de darse”.
Julieta, la esposa de Carlos, mantenía una férrea costumbre de sentirse culpable por todo eso que no podía ser. Desde ser rubia natural, hasta su inseguridad por haber tomado la mejor decisión en los detalles más insignificantes. Y, como siempre, el pecho de Carlos era el sitio ideal para llorar y pedir perdón por aquello en lo que ella le fallaba.
Él, simplemente, la abrazaba y miraba hacia otro lado, aguardando a que finalizara su retahíla de balbuceos para poder darle un beso en la frente y soltarla, tratando de que su mirada no delatara que pensaba en otras cosas mientras ella hablaba.
Así, sesión tras sesión, él ayudaba a esos hombres a abrirse ante el incierto y desconocido campo de el consuelo, el abrazo cariñoso, el oído atento, y la mente ubicada y dirigida a lo que sus esposas les solicitaban en realidad y no a lo que ellos creían que expresaban.
José condujo por entre el tráfico de la noche, hacia el edificio de apartamentos donde vivía. Al detenerse en un semáforo, compró con una vendedora ambulante algunas rosas, que depositó con suavidad en el asiento del copiloto, como si estuviesen dormidas y temiese despertarlas.
Llegó hasta el edificio y condujo despacio por el estacionamiento hasta la zona cercana al área de escaleras. Nunca usaba el ascensor, ya que le producía un dejo de claustrofobia, que aún a pesar de poder controlar si se hallaba solo minutos en él, la verdadera razón era que le disgustaba tener que saludar a los vecinos. Nunca faltaba quien le comenzara a narrar su último sueño, o comentarle la “aberrante manía recién empezada” por alguna sobrina o parienta.
Abrió la puerta de su departamento, depositando las llaves en un bol de cerámica colocado en la entrada para ese fin, y colgando el abrigo en un perchero al lado de la puerta. Las rosas las llevó a la cocina, desanudando el lazo y tomando 3 de ellas con cariño.
Una mujer delgada, portando un diminuto vestido apareció por el pasillo, sonriéndole.