Me levanté sobresaltada. No recordaba haberme dormido, pero algo... algo me despertó. No había luz, solo el reflejo tenue que entraba por la rendija de la puerta. Todo estaba en silencio, demasiado silencio.
De repente, escuché un sonido suave.
—¿Becky...? —susurró una voz desde el pasillo.
Sentí que el corazón se me detenía por un segundo. Me levanté despacio, temblando, y me acerqué a la puerta.
—¿Quién eres? —pregunté en voz baja.
Silencio.
Solo el goteo de una tubería. Apoyé el oído en la puerta, y otra vez, ahí estaba:
—No confíes en ellos... te están observando.
Me separé de golpe. La voz era de una mujer, débil, casi un susurro ahogado. Intenté mirar por la pequeña ventanita de la puerta, pero el pasillo estaba vacío. Aun así, la sensación de que alguien estaba allí no se iba.
—¿Quién está ahí? ¡Respóndeme! —grité sin poder contenerme.
Entonces escuché pasos. No de esa voz, sino de alguien más. Pasos firmes que se acercaban. Corrí a la cama y me hice la dormida justo cuando la puerta se abrió. Era el hombre del primer día.
—¿Con quién hablabas? —preguntó con tono seco.
—¿Hablar? No... no hablé con nadie —respondí fingiendo sueño.
Me observó por unos segundos, como si pudiera leerme la mente.
—Cuídate, Becky. No todos los que hablan aquí están vivos.
Cerró la puerta, y el sonido del cerrojo fue como un golpe en el pecho. Esperé unos minutos antes de levantarme, temblando. Me acerqué otra vez a la puerta, y vi una sombra moverse al fondo del pasillo. La voz volvió a susurrar:
—Tienes que salir antes del viernes ellos vienen por ti. Y esta vez, juro que vi un ojo mirándome desde la rendija.