El Psiquiátrico

SIN VENTANAS - CAP 4

No sé cuánto tiempo ha pasado desde que llegué aquí. A veces pienso que son días otras veces, semanas. Pero no hay forma de saberlo. No hay reloj, no hay sol, no hay ventanas. La habitación siempre tiene la misma luz blanca, como si fuera de día y de noche al mismo tiempo.

Es desesperante. He empezado a notar cosas pequeñas... como que el reloj del pasillo siempre marca las 3:07, sin moverse jamás. O que los pasos de los doctores suenan exactamente iguales, como si repitieran una rutina una y otra vez.

Hoy escuché otra vez la voz del pasillo.

—Becky... no te duermas.

La reconocí. Era la misma voz de antes, suave, triste, como si viniera de una herida. Me acerqué a la puerta, puse el oído y susurré:

—¿Quién eres?

Silencio. Solo un golpe seco, como si algo o alguien hubiera caído al suelo. Retrocedí asustada. Mi corazón iba tan rápido que sentía que me iba a desmayar. De pronto, algo llamó mi atención: en la esquina del techo, una rejilla metálica. Nunca la había notado. Me subí a la cama y, con esfuerzo, logré asomarme.

No vi nada solo oscuridad. Pero escuché algo. Una respiración lenta y cercana. Me bajé enseguida. No sé si estoy perdiendo la cabeza o si realmente hay alguien ahí. De pronto, la puerta se abrió. Era el hombre trigueño.

—¿Qué haces? —me preguntó con frialdad.

—Nada... solo tenía calor —mentí, mirando al suelo.

Se acercó lentamente y revisó la rejilla con una linterna. Luego me miró fijamente y sonrió.

—Aquí no hay ventanas, Becky. Ni arriba, ni abajo. Ni para entrar, ni para salir.

Se giró y salió, cerrando la puerta con llave. Pero antes de irse, susurró algo apenas audible:

—Y tampoco hay aire, si sabes mirar bien.

Sentí un escalofrío. Corrí a la rejilla y miré otra vez. Dentro, entre las sombras, había algo tallado en la pared metálica. Una palabra escrita con sangre seca:

"CORRE".

No podía dejar de mirar la palabra escrita dentro de la rejilla.

"CORRE"

Las letras parecían secas, viejas, pero aún conservaban un color oscuro. Al tocarlas, sentí la textura áspera del metal y algo húmedo, como si todavía respirara el miedo de quien lo escribió.

—¿Quién eres? —susurré hacia la rejilla.

No recibí respuesta. Solo ese zumbido constante, como si el lugar entero tuviera su propio pulso. Volví a intentarlo.

—Si puedes oírme, dime algo.

Silencio.

Hasta que una voz, débil y temblorosa, respondió:

—No debiste mirar ahí...

Me aparté de golpe. Mi respiración se volvió agitada, el corazón casi se me sale del pecho.

—¿Quién eres? —pregunté otra vez, temblando.

—Yo... también estuve aquí —dijo la voz, casi en un sollozo—. No te fíes de Sanvi.

Me quedé inmóvil. ¿Sanvi? ¿La enfermera? ¿La única que me había mostrado algo de humanidad? No entendía nada.

—¿Por qué? ¿Qué te hizo?

—No me buscó —dijo la voz—. Me olvidó.

De pronto, un sonido metálico retumbó en el techo, como si alguien pateara las rejillas desde arriba.

—¿Hola? ¿Sigues ahí? —pregunté desesperada.

Silencio. Otra vez ese maldito silencio.

Me bajé de la cama, pero al hacerlo tropecé con algo bajo el colchón. Metí la mano y saqué un trozo de papel arrugado. Era una hoja de expediente médico, con manchas marrones y bordes quemados. Tenía un nombre: "Paciente 23 – Becky Álvarez." Sentí que el aire se me iba del cuerpo. Ese era mi nombre completo.

Pero la fecha no coincidía: 2005. Cuatro años antes de mi secuestro. Miré la hoja, y en la parte inferior, con letra temblorosa, alguien había escrito una frase: "Si estás leyendo esto, aún no sabes quién eres." El papel olía a humedad y miedo. Lo guardé bajo la almohada, sin saber si lo que acababa de descubrir era una pista... o una amenaza.




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