La primera vez que lo escuché con claridad, pensé que estaba soñando. No era una voz cualquiera: era tan fría, tan exacta como si la hubiese creado una máquina.
—Paciente número 23, permanezca inmóvil —dijo.
Mi cuerpo se paralizó sin entender por qué. Era como si esa voz tuviera poder sobre mis músculos, sobre mi mente. El sonido no provenía de un punto exacto; estaba en todas partes. En las paredes, en el techo, dentro de mi cabeza. Miré a Amara, que estaba sentada en la esquina contraria de la habitación, con los brazos cruzados y la mirada fija en el suelo. No parecía sorprendida. Ni asustada. Solo resignada.
—No lo mires —susurró sin levantar la vista.
—¿Qué?
—El altavoz. Nunca lo mires cuando habla.
Obedecí. Aunque no sabía por qué.
—Amara, ¿qué es eso? —pregunté.
—Eso... —respiró hondo— eso es el Dr. Vincent. O al menos, lo que queda de él.
La voz volvió a sonar, más cerca, más nítida:
—Habitación 12, registro visual iniciado.
Entonces lo entendí: nos estaban observando. Todo el tiempo.
Un pitido comenzó a sonar desde el techo, y una luz roja se encendió.
Amara me agarró del brazo con fuerza.
—No digas una sola palabra. Si detecta tu voz, la grabará. Y luego... no volverás a escucharte igual.
Mi garganta se cerró.
Por primera vez, sentí que la verdadera prisión no eran las paredes sino el silencio.
El pitido cesó. Solo quedó el zumbido constante del altavoz, como un enjambre invisible suspendido sobre nuestras cabezas. Amara soltó mi brazo despacio.
—Nunca hables cuando la luz roja esté encendida. Jamás.
—¿Qué pasa si lo hago? —pregunté casi sin voz.
Ella me miró con los ojos grises temblando, como si recordara algo que la quemaba por dentro.
—Escuchas tu propia voz... pero ya no es tuya.
No entendí del todo. Hasta que lo oí. Un eco. Un susurro que repetía mis últimas palabras, pero deformadas, distorsionadas, con una entonación mecánica.
—¿Qué pasa si lo hago...? ¿Qué pasa si lo hago... si lo hago...?
Me tapé los oídos, pero seguía escuchándome dentro de la cabeza. Amara me tomó la mano y me arrastró hacia un rincón de la habitación.
—No lo bloquees —dijo—, solo deja que pase. Si luchas contra el eco, se queda.
—¿Qué es esto, Amara? ¿Qué quieren de nosotras?
Ella rió, pero fue una risa triste, quebrada.
—No quieren nada de ti, Becky. Quieren tus pensamientos. Quieren ver qué suena en tu mente cuando tienes miedo.
Me quedé en silencio. Un silencio espeso, lleno de mil cosas que no podía decir. En ese momento, el altavoz volvió a emitir ruido. Era como un crujido eléctrico, y luego, la voz:
—Amara Guez. Penalización registrada.
Ella palideció.
—Lo hice otra vez —murmuró.
Una corriente invisible recorrió la habitación. Las luces parpadearon. Amara cayó de rodillas, llevándose las manos a la cabeza.
—¡Amara!
—Cállate... —susurró con la voz rota—. Solo... cállate, por favor.
Y entonces entendí la primera regla del hospital: Aquí, el silencio no es cobardía. Es supervivencia.
Pasaron horas. O días. Ya no podía distinguirlo. El reloj de pared había desaparecido, igual que las marcas de los días que Amara hacía con sus uñas en el cemento. El cuarto olía a metal húmedo y a algo más como si la desesperación tuviera un aroma. Me quedé mirando el techo, donde antes había un foco. Ahora solo quedaban cables colgando, balanceándose suavemente como si respiraran. El silencio era espeso. Pegajoso.
Hasta que un clic lo rompió. Y luego, su voz.
—Becky.
Mi cuerpo entero se tensó. Nunca antes me habían llamado por mi nombre. La voz del Dr. Vincent no era como la de un hombre normal. Sonaba compuesta, como si varias personas hablaran a la vez dentro de un mismo tono.
—No tengas miedo —dijo—. Nadie va a hacerte daño si sigues las reglas.
Miré al altavoz, pero sentí que venía de todas partes. De las paredes. Del suelo. Del aire mismo.
—¿Qué quieres de mí? —pregunté con la voz temblorosa.
Silencio. Un silencio tan prolongado que empecé a creer que no respondería, hasta que escuché un leve suspiro, casi humano.
—Quiero entenderte, Becky. Quiero saber por qué sigues soñando con el auto negro.
Sentí cómo se me helaba la sangre. No había mencionado ese sueño a nadie desde que llegué aquí.
—¿Cómo sabes eso? —mi voz se quebró.
Él rió. No como alguien que encuentra algo gracioso, sino como quien acaba de ganar una apuesta.
—Porque lo dijiste, anoche. Mientras dormías. Grabamos cada palabra.
Mi respiración se cortó. Recordé los susurros que escuchaba en la oscuridad. Aquellos ecos que creía que eran mi mente repitiendo cosas ¿y si no eran ecos? ¿y si eran reproducciones de mi propia voz? Amara levantó la cabeza, los ojos abiertos de par en par, murmurando entre dientes:
—No le contestes... Becky, por favor, no le contestes.
El doctor continuó:
—Tu mente crea realidades, Becky. Aquí solo queremos observar. Entender qué partes de ti aún resisten.
—¿Partes de mí? ¿Qué significa eso?
—Que no eres toda tú. Que algo de ti quedó en el accidente. Y lo que vemos aquí es solo la reconstrucción.
Mis manos comenzaron a temblar. ¿Accidente? ¿Cuál accidente? No recordaba nada así. Pero algo en su voz me hizo pensar que sí, que algo había pasado. Que tal vez mi mente lo había borrado. Amara se acercó a mí, susurrando desesperada:
—No lo escuches. No pienses en lo que dice. Todo lo que nombra se vuelve real. Es su truco.
El altavoz emitió un ruido grave, una vibración tan baja que se sentía en los huesos. Y entonces el tono del doctor cambió.
—Amara... tú ya sabes lo que pasa cuando mientes.
Ella se paralizó. Su respiración se volvió irregular.
—No... no lo hagas otra vez...
El pitido creció hasta convertirse en un chillido insoportable. Amara gritó, se cubrió los oídos, pero no servía de nada. El sonido parecía venir desde dentro de su cabeza.